jueves, 23 de junio de 2011

Día treinta y uno: verano. Punto y final


El verano se acerca con prisa, la primavera se ha consumido completamente, ya no tengo nada más que hacer en Misrata. Estaré alejándome de la ciudad y me habrán quedado muchas cosas en el tintero, fotos que ya no haré, historias que no me habrán contado, personas cuyo camino ya no se va a cruzar con el mío. Pero en algún momento hay que trazar la línea definitiva, la puerta que se cierra, el punto y aparte.

Nada es absoluto, no hay razones categóricas ni conclusiones en blanco y negro. El material del que está tejido el mundo es la ambigüedad.

Por eso me veré obligado a recordar la muerte, los cadáveres, la terrible desolación, el sonido de los cohetes que incesantemente envían su carga letal de un lado a otro, el entrechocar de los kalashnikov en el asiento de un coche.

Pero también recordaré las veces que un desconocido se ha desviado hasta 60 kilómetros para llevarme a algún sitio sin pedir nada a cambio, las veces que me han dado de comer, los tés que fue imposible que pagase, los hombres que aparecían por el frente con pan hecho en casa, los grupos de voluntarios limpiando la calle, el jefe de la policía que primero me pide una acreditación que no tengo y poco después me está facilitando un coche y un traductor para ir a un campo de entrenamiento, el hecho de que nunca he tardado más de quince segundos en conseguir que un coche pare para llevarme. La cortesía minuciosa y exquisita con que me han tratado en Misrata, esa mezcla de hospitalidad con el extranjero y agradecimiento por venir de un país que les está ayudando a librarse del dictador. De una ciudad que aquí aún se recuerda como un hito en la historia de la cultura árabe. De una profesión que sirve para que el mundo conozca su lucha: en este mes, la palabra que más he oído ha sido “gracias”.

Éste es el punto y final. Se acaba un mes en Misrata, se acaba también este blog. La vuelta es mecánica, casi burocrática, un saltar de un punto a otro rehaciendo el camino andado si es que esto es posible: en el fondo, todos los caminos son el mismo camino.

miércoles, 22 de junio de 2011

Día treinta: la banda sonora de una guerra


Bashir Shalouf toca el laúd. Es un hombre de unos cincuenta años, delgado, que fuma constantemente. Parece un poco alejado del mundo y a años luz de los chavales jóvenes que dormitan, hablan de ordenadores, componen rap o hip-hop y  conducen coches coreanos con ambientadores de coco. Bashir entra en la cabina de grabación y comienza a tocar su instrumento despacio, con una cadencia reposada; y canta una canción de la que sólo puedo entender su tristeza y su melancolía. Bashir Shalouf perfora con su música esta burbuja tecnológica en la que estamos metidos y de repente parece que la guerra no fuese más que el último episodio de una tristeza de siglos, que esta música prácticamente olvidada ha sabido preservar.

Misrata no se ha librado del asalto terrible de la modernidad, y la banda sonora de la guerra, grabada en este estudio junto a la playa, es una remezcla de otras músicas mucho menos serenas, más acordes con eso que la ciudad y el país no han dejado de ser a pesar de la masacre. Otra vez la ciudad me sorprende: un grupo de chavales lleva lo que se podría llamar vida bohemia a menos de treinta kilómetros del frente, y el sonido de los cohetes cayendo se mezcla con el hip-hop. Viven aquí, duermen y comen juntos, se deben a su música y graban discos que luego reparten por todas partes, y por todas partes se les puede oír en Misrata. Lo mismo en los altavoces de una manifestación que en la radio de los coches destartalados de los combatientes.

Pero el día oscila, no se deja. A mediodía visito un centro de fisioterapia y conozco a Mohammed Sahli, un niño de doce años que jugaba en la calle cuando un cohete cayó cerca. Ha perdido la mano derecha, el pulgar de la izquierda y la visión en un ojo, tuvo múltiples fractura en ambas piernas y quemaduras por todo el cuerpo. Si la mano izquierda no responde a la terapia, también tendrá que ser amputada. Mohammed podría ser el típico niño póster, ése que enseguida aparece en los medios porque es un niño (una niña sería aún mejor), una víctima inocente. Según le fotografío, me alegro de que mi agencia no esté cogiendo fotos de Misrata estos días, de que todo esto vaya a ser un asunto entre él y yo. Mohammed que acaricia una gran bola de goma mientras el médico habla conmigo, que se retuerce de dolor cuando hace sus ejercicios de movilidad. El pequeño Mohammed que ya nunca será para mí uno de los miles de heridos de esta guerra.

La tarde se consume ella sola: hay más restricciones para ir al frente, ahora a los periodistas pretenden ponernos un coche con chófer “para nuestra seguridad”, una especie de paranoia creciente que perjudica la causa rebelde y que sólo se explica por el hecho de que ganar la guerra va a ser mucho más fácil que deshacer cuatro décadas de estado policial. Aunque me alegro de que a mí ya no me vaya a afectar, me entristece que estas cosas y la huida en masa de los periodistas de Misrata (como ya ha pasado en Bengasi desde que no se puede acceder al frente) alimente los argumentos de quienes, desde el sillón de su casa o la barra del bar, pontifican sobre la guerra y ponen al mismo nivel a opresores y oprimidos.

Mohammed, mi amigo del puesto cuatro de Ad Dafiniyah, ha venido a verme por la tarde. Le extraña que no esté yendo al frente estos días y le explico que no puedo, que hay órdenes que vienen del consejo, que traductores han sido interrogados por la policía, que hay periodistas que han sido acusados de espionaje, que hay quien no puede moverse ni siquiera por la ciudad sin un traductor oficial. Dejo al pobre en estado de shock, preguntará por qué está pasando todo esto. Le digo que se plantee si es para esto que los soldados se están dejando morir en el frente, si la población de Misrata, que apoya de manera tan masiva la guerra y que está sufriendo para librarse de Gadafi y conseguir algo de libertad, no podría terminar cayendo en algo no muy diferente.





martes, 21 de junio de 2011

Día veintinueve: rey de reyes


“Yo sabía que Gadafi estaba loco, pero nunca nos imaginamos en Libia que haría lo que hizo. Incluso después de cuarenta y dos años, todos nos sorprendimos de que colocase las ametralladoras frente a su propio pueblo y disparase

En Libia no ha habido libertad. Uno tenía miedo de hablar con los demás, yo a veces tenía miedo incluso de hablar conmigo mismo. Si alguien te oía criticar a Gadafi, nunca sabías si la policía se iba a presentar en tu casa y tu familia nunca jamás volvía a saber de ti”.

¿Has visto alguna vez algo peor? Gadafi es mucho peor que Hitler. Porque Hitler mataba a los que no eran alemanes, pero a los suyos los respetaba

En realidad, Gadafi es el diablo. Se nota claramente en la manera que tiene de mirar de reojo. Cuando entraron en su casa, no me acuerdo si fue en Sirte o en Trípoli, encontraron dos cajas llenas de amuletos de magia negra. Y yo mismo una vez, cara a cara como te lo estoy contando a ti, hablé con una mujer que me dijo que Gadafi le había llamado a su palacio en Trípoli, y discutieron durante horas sobre magia. Y además, todas las veces que Gadafi convocaba las cumbres con presidentes africanos, era para hablar de magia negra, algo que los africanos practican mucho, como todo el mundo sabe

Mira aquél edificio: fue Gadafi quien lo destrozó; y allí, allí, los tanques de Gadafi tiraron sobre el barrio; esos coches a la derecha, todos quemados… Fue Gadafi

¿Ves esos dos burros? Son Gadafi y uno de sus hijos, jajaja

En realidad Gadafi no es libio, y además uno de sus abuelos era medio judío

Los soldados que capturamos no son capaces ni siquiera de hablar durante dos o tres días, Gadafi les da alguna droga muy fuerte para que tengan valor. Cuando por fin recuperan el sentido, lloran y se lamentan de haber combatido, y nos preguntan qué hacen aquí y tienen los bolsillos llenos de amuletos y objetos mágicos

Todos los días hablo con gente variada, y hay un protocolo inicial de preguntas, heredado sin duda de la tradición árabe de alargar las presentaciones, que viene a ser: primero, de qué país soy; segundo, si mi equipo es el Madrid o el Barça; tercero, si trabajo para Al Jazeera; cuarto, qué pienso de Misrata. Establecidas así mis referencias, lo que viene a continuación es siempre lo mismo: echar pestes del dictador. La condena es unánime e irracional, y está basada por igual en hechos reales que imaginarios, y así, poco a poco, testimonio a testimonio, se va respondiendo a la pregunta de quién es en realidad Gadafi. No el dictador, el hombre de carne y hueso con una biografía sino la idea de Gadafi, el personaje, que en el fondo es más relevante que los datos.

En Misrata hay que hacer colas de horas para conseguir pan por las mañanas. Lo curioso es que no escasea la harina igual que no escasea ningún producto básico. El problema es que los panaderos eran egipcios que volvieron a su país en cuanto la guerra se desató sobre la ciudad, y los libios no saben hacer pan, nunca lo han hecho. Ni han limpiado las calles ni han hecho ningún otro trabajo medianamente físico o ingrato, para eso estaban los inmigrantes. Libia era el país más desarrollado de África. La bonanza económica puede explicar (al menos en parte) que el pueblo no se haya levantado durante cuarenta y dos largos años pese a la dureza de la represión. Un tipo se lamenta amargamente de lo mal que están las carreteras mientras conduce un BMW con aire acondicionado por uno de los pasos elevados de la autopista. El centro de fisioterapia de Misrata está mejor equipado (en aparatos, en profesionales, en mármoles) que la mayoría en Europa.

El levantamiento en Libia fue el reflejo de un ansia generalizada de libertad. Pero a Gadafi, lo que la gente de Misrata realmente no le perdona ni le perdonará jamás, es que durante los primeros días de la revuelta, volviese al ejército contra el pueblo y sus soldados mercenarios abriesen fuego a las muchedumbres desarmadas. Ésa fue la línea roja, después ya no hubo marcha atrás y toda la rabia de décadas de dictadura se amplificó con la sangre de esos primeros muertos. Y no es que él haya pensado en abandonar el país en ningún momento, pero cuando las revueltas comenzaron en Bengasi, la posibilidad aún existía de conseguirle un exilio dorado como al tunecino Ben Alí.

El caso es que lo que fue una idea aproximada de libertad se ha catalizado en un odio visceral hacia el monstruo, y el deseo de ser libre se mezcla con el deseo de eliminar al tirano y se convierten ambos en uno, y parece que bastará con matar a Gadafi para que Libia sea automáticamente un país perfecto, próspero, libre, orgulloso de sí mismo.

A mí, qué le vamos a hacer, todo esto me recuerda al vídeo de la carretilla. Corre por le frente, de teléfono móvil en teléfono móvil, un vídeo en el que se ve a Gadafi en una habitación pequeña y cerrada, con sus habituales gafas de sol y su túnica de rey de reyes, lanzando improperios y amenazas mientras levanta el puño. De repente hay dos tipos que se acercan para jalearle y besarle, por alguna razón en ropa interior. Entonces la cámara se gira siguiendo al gran líder y aparece una carretilla de obra normal y corriente, guiada por un tercer esbirro. Gadafi deambula un poco por la habitación y finalmente se tumba en la carretilla como si de un palanquín real se tratase, y con una pose que por pretender ser digna es absolutamente patética, abandona la habitación con su comitiva detrás.

lunes, 20 de junio de 2011

Día veintiocho: tomates, misiles, caos


Esta mañana, la rutina de salir al frente tenía algo de especial porque podría ser el último día que voy a Ad Dafiniyah, al frente. Empiezo a sentirme con un pie fuera de Misrata y además, cada vez es más complicado. Es más: hoy, ni Al Jazeera ni la BBC ni la CNN ni el resto de periodistas de Misrata ha podido acceder al frente. El único periodista allí era un servidor, y ha sido prácticamente por suerte.

Me muevo por Misrata, y voy al frente, en autoestop. No tengo dinero para pagar un coche y además la práctica me dice que estoy más cerca de la gente si aparezco solo por todas partes. Como de costumbre, esta mañana he levantado el brazo a la puerta del hotel. Un coche para y me lleva a la salida de Misrata, en la autopista que va hacia el frente. Allí procuro parar un coche lleno de soldados y mezclarme con ellos. Hoy, justo antes de que parasen a por mí, ha pasado el coche del corresponsal de The Times con otros tres periodistas dentro. Al llegar al checkpoint donde ahora los grandes medios de comunicación del mundo no pueden seguir, mi coche lleno de kalashnikovs por el suelo y pintadas revolucionarias por fuera ha pasado de largo: estaban demasiado ocupados impidiendo el paso de los otros periodistas, demasiado llamativos. Es en cierto sentido la táctica de guerrilla: solo, más ligero, más rápido.

En cuanto llego a la cuarta posición en el frente, me llaman para que vaya a fotografiar algo. A un kilómetro de allí me encuentro con un coche totalmente calcinado en medio de un camino. Un cohete Milano, me dicen, dirigido a través de cables a lo largo de todo su recorrido y con una precisión letal, ha impactado en un coche conducido por un soldado, Ali Kurdi. Y de lo que hasta media hora antes era un hombre conduciendo, ahora sólo queda metal, huesos, y algún órgano calcinado. El misil ha atravesado el capó y no quedan ni los neumáticos, ni las tuberías del motor, ni el volante, ni ningún cristal, nada que no pueda ser quemado o triturado. Del hombre sólo quedan el esqueleto al aire y restos de algunos órganos del cuerpo: el hígado, un amasijo a la altura de la pelvis, las piernas desintegradas. Entre un médico y algunos de sus compañeros están recogiendo sus restos, sacándolos del coche y metiéndolos en una bolsa de plástico. Siento a través de las botas el calor terrible del suelo, la arena calentada por el sol y por el misil. De hecho, hoy hace bastante calor, y como en Andalucía en verano, puedo ver el aire bullir mientras asciende desde las colinas socarradas en este inicio del desierto, y sin embargo mi visión y mi atención no se pueden desviar de los restos del hombre muerto.

Ghassam Naga vive en Bélgica desde 2005, pero antes pasó veinte años en el ejército libio llegando al cargo de coronel, hasta que no pudo más y se llevó a su familia a Europa. Cuando empezaron las revueltas decidió volver, y como de la nada me lo encuentro en la posición más avanzada, un cerro al final del frente de Ad Dafniyah, hasta hace poco completamente desocupado (excepto para llamar por teléfono, porque aquí hay cobertura de la empresa nacional libia de móviles) y ahora base rebelde con la habitual concentración de pick-ups, de alfombras, de jóvenes con su arma al hombro. Como el resto, él también piensa que la OTAN debería hacer más y que los rebelde están listos para la victoria (algo que yo no comparto), pero al menos tiene ideas concretas: podrían ofrecer coordenadas a la OTAN de manera directa para que destruyan los lanzadores de misiles gracias a sus teléfonos satélite; los rebeldes deberían entrenarse y disciplinarse más, porque así, la guerra durará años. Ghassam forma parte de un grupo de apoyo especial, compuesto por ex-militares con formación (muchos de ellos veteranos de las batallas urbanas de Tripoli Street al principio de la guerra, en el centro de Misrata) que se mueven por el frente de un grupo a otro cuando se les necesita. Les veo venir con los lanzagranadas cargados (es decir, no han disparado, así que no me he perdido nada) y matas de tomillo en la mano de detrás de una loma.

Él se dedica a dar consejos a los que nadie hace mucho caso: pintar los coches para camuflarlos, que los milicianos no vistan de blanco, abrirse en abanico cuando avanzan sobre posiciones enemigas… El abc de la guerra. Creo que la suya es una batalla perdida, y ya se sabe que el trabajo inútil produce melancolía, así que Ghassam es un hombre un poco exasperado (algo tan raro en un libio) y ciertamente melancólico, que lucha por su país pero preferiría estar con su familia en Bruselas. Tengo la impresión de que cualquier día los va a mandar a todos a la mierda (pero de buenas maneras, eso sí) y va a volver con los suyos.

Entonces ha ocurrido un milagro: ¡hemos comido ensalada! Tomates, cebolla, zanahoria, atún… Lo del atún es una obsesión nacional (he comido más atún en un mes que en el resto de mi vida), pero la verdura fresca no abunda y en seguida nos hemos sentado alrededor de fuentes enormes de las que todo el mundo coge… Mientras sobre nuestras cabezas los misiles Grad pasan silbando y los soldados me dicen que soy muy valiente por no agacharme gritando “Alla-hu Akbar”. Y es más una cuestión de sentido común: de poco sirve agacharse frente al impacto de un misil y además estamos fuera del alcance de los Grad precisamente por estar muy adelante, a unos 500 metros de las posiciones gubernamentales sobre las que ellos lanzan morteros de vez en cuando. Vemos los Grad caer a kilómetros de donde estamos, en dirección a la ciudad.

Los milicianos no son militares, son tipos normales y corrientes que comenzaron la guerra con cuchillos de cocina, y llevan consigo toda una actitud ante la vida que no cuadra mucho con la frialdad asesina que es necesaria para hacer bien la guerra. Animado y apoyado por Ghassam, hablo con el jefe del pelotón para convencerle de que caven trincheras. En todo el frente, agazapados cuando caen los misiles tendrían muchas menos bajas. No es posible, me dicen, ésa es la forma de actuar del ejército de Gadafi, y si hacemos lo mismo, entenderán cómo funcionamos. Pero es lo que hacen todos los ejércitos del mundo, replico. Bueno, me responden, pero es que yo tendría vergüenza de meterme en un agujero en los momentos de peligro. Y así podemos pasar horas dando vueltas a lo mismo, y yo me voy sabiendo que no van a cambiar, que seguirán mostrando el pecho descubierto a los katyusha, a los Milano, a los Grad, a los morteros y a las balas que les llueven todos los días. Y es una sensación contradictoria, admirar su valor y al mismo tiempo ver cuán estúpido es actuar así. Porque a estas alturas, creo que lo que mueve a estos jóvenes ha hacer lo que hacen ha quedado reducido a dos hipótesis: o tienen un valor sin límites o no tienen conocimiento. Y creo que son las dos cosas a la vez.

Y en seguida entro en la dinámica habitual: ir de un lado para otro, cámara en ristre, esperando que alguien dispare, a sabiendas de que no hay una secuencia lógica de eventos: básicamente a dos tipos les apetece vaciar un cargador de una ametralladora de 23mm y van y lo hacen.  Pero aquí todo el mundo va hoy con sandalias y deduzco que no va a haber incursiones.

Salimos del puesto, han disparado algunos morteros y por lo menos tengo alguna foto interesante. Llegamos a una tienda en medio de la nada, a seis kilómetros del último puesto del frente de Ad Dafiniyah y a ocho o nueve de donde empieza el siguiente frente, el de Abderuf. Un agujero enorme protegido por apenas veinte hombres, un sitio tremendamente revelador para entender la guerra en Misrata: los rebeldes no tienen la capacidad de ampliar su territorio porque no pueden mantener un frente ampliado; no tienen recursos militares ni disciplina. El ejército de Gadafi no tiene la capacidad de penetrar por este agujero porque no tienen hombres ni motivación para plantarse en Misrata, que sería defendida hasta la muerte por sus habitantes. Eso es todo, no hay más, sin la OTAN esta guerra durará años.

A mediodía, Misrata me parece una ciudad un poco más normal cuando veo dos tipos haciendo el macarra por la calle: uno con un quad y otro con una moto de cross, ambos con su vestimenta de gladiador. Hay una caja de pizza en el suelo del coche del tipo que me lleva al hotel.

La tarde ha sido un fiasco: a través de unos chavales que visitaré mañana, que graban música en un estudio a las afueras (a las afueras de la ciudad y a las afueras de la guerra), he ido a los talleres donde se fabrican lanzacohetes, reparan kalashnikovs, se montan las ametralladoras en la parte de atrás de los Land Cruiser. Normalmente hace falta un permiso especial y explícito de Salad Badin, comandante rebelde, pero Misrata no es exactamente un modelo de perfección en la cadena de mando, así que ha bastado con preguntar en la puerta. Naves enormes de antiguos centros de enseñanza profesional con decenas de tornos de metal, talleres de carpintería, soldado o electricidad. Y apenas un puñado de tipos trabajando donde yo esperaba algo así como una gran factoría de guerra. Unas cuantas fotos y al hotel.


domingo, 19 de junio de 2011

Día veintisiete: nada


Lo siento, hoy no hay blog: me he pasado el día revisando el trabajo que llevo hecho hasta ahora, pensando en qué más quiero llevarme conmigo. El frente está cubierto, tengo fotos más que suficientes, pero Misrata no sólo es una guerra.

sábado, 18 de junio de 2011

Día veintiséis: está cambiando el viento


El día de hoy en realidad empezó anoche. La otra guerra es la de los rumores, que son constantes aunque todo el rato cambien. En Misrata todo el mundo se dedica a la rumorología: los soldados, la gente de la calle, los miembros del consejo de transición, los periodistas… Todo el mundo quiere que pase algo y que pase rápido, y eso que lleva ya mes y medio a punto de pasar, parece que se resiste y simplemente no está pasando: el frente no se mueve.

Y luego está la paranoia: un misil de las fuerzas de Gadafi golpeó la refinería de la ciudad sin causar grandes daños, y al día siguiente se publicó una fotografía donde dos técnicos inspeccionan los daños. El caso es que, poco después, otro misil impactó en el mismo edificio con mejor puntería. Conclusión: la foto (en la que no se ve más que una sala llena de muebles calcinados y dos tipos agachados mirando algo) sirvió de fuente de información al enemigo para mejorar su puntería. La lógica no se aplica, y en el fondo no es relevante, pero las consecuencias son directas: los medios de comunicación empiezan a tener restricciones para acceder al frente.

Anoche, junto con otros dos periodistas, intenté pasar la noche en el frente. Se preveía para hoy un importante ataque rebelde y no queríamos que la censura incipiente nos dejase fuera de la fiesta, así que a eso de la medianoche salimos hacia Ad Dafiniyah por carreteras secundarias. Sólo para conseguir que en uno de los checkpoints nos hiciesen volver. Argumentar no ha servido para nada; la prensa, dicen, no puede pasar, y parece que hay incluso una lista de soldados… Lo que retroalimenta la impresión (el rumor) de que efectivamente se prepara algo grande.

Esta mañana hemos vuelto: a las siete estamos pasando el mismo checkpoint sin ningún problema y nos lanzamos ansiosos sobre la carretera que define el frente. Al poco rato nos damos cuenta de que no hacía falta tanta ansiedad: los soldados duermen, no hay tal ofensiva, al preguntar todo el mundo responde: “may be”, puede ser, quizás, a lo mejor, quién sabe, Insh’allah, si dios quiere. Lo de siempre.

Yo decido pasar el día entero en el frente, total, ya estoy aquí y no sé cómo de difícil será volver a entrar. Apenas hay actividad en todo el día y me sorprende el escaso número de cohetes Grad que se lanzan desde cualquiera de los dos lados: seis o siete a eso de las dos del mediodía, nada más. Me llevo muy pocas fotos. Pero dos veces me resulta imposible acceder a la primera línea, donde están los soldados más avanzados. Y no me importa argumentar por millonésima vez que ya sé que no es seguro, esto es una guerra al fin y al cabo, que no se preocupen por mí. Pero hay una diferencia cualitativa cuando la razón es que la prensa no puede acceder o que es secreto, más aún cuando estas restricciones tienen más que ver con la rumorología que con una orden directa. Un soldado llega a decirme que hay periodistas españoles (pero por supuesto no yo, se apresura a añadir) que “espían para el ejército español”. Es un elemento más del folklore de esta guerra, pero esta manera de pensar cala en las dos direcciones: desde los soldados a los mandos y viceversa. En el frente de Bengasi, en Ajdabiya, ya hace tiempo que no se permite el acceso a los medios. Como consecuencia, el interés por la guerra y la causa de los rebeldes ha mermado considerablemente.

Pero hay más razones: cada vez me resulta más difícil vender mis fotos. Misrata está decididamente fuera de la atención mundial incluso cuando se habla de Libia. La acción está en el oeste, en las montañas de Nafusa. Y eventualmente Zlitan caerá, pero llevo casi un mes en Misrata y la posibilidad de entrar a la ciudad con las tropas rebeldes se aleja más y más en vez de acercarse.

Es el momento de pensar en irme. Y en el mismo instante en que me lo planteo, me doy cuenta de cuántas cosas tengo pendientes. De lo difícil que es resumir una ciudad y una guerra a un puñado de fotografías, de la diferencia tan enorme que hay entre una fotografía buena y una gran foto que en una sola toma cuente una historia completa. Así que la paradoja es que, por un lado, Misrata y el frente no dan mucho más de sí y sin embargo, subiré al barco pensando en que me he dejado mucho atrás.

Pero está cambiando el viento, hay que recapitular, planear los últimos días aquí, atar cabos, arriar velas, cerrar círculos.


viernes, 17 de junio de 2011

Día veinticinco: de balas y mujeres


¿Cómo es que no me sorprende que se haya cancelado el ataque de hoy? Todos los ataques en los que he estado, han sido una cuestión de estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Ni los soldados saben hasta media hora antes si van a golpear las tropas de Gadafi, lo cual me parece prudente. Pero yo al menos tengo que intentarlo, pasar horas y días en el frente hablando con unos y otros, tomando litros de té que hierven sobre brasas y sirven en vasitos diminutos, uno detrás de otro. Arrastrando entre el polvo del verano que se aproxima vertiginosamente mi armadura, que tantos comentarios de envida despierta entre los milicianos. Si ellos supieran lo que es pasar tres o cuatro horas con esa cosa encima y el casco en la cabeza… Lo que sigue siendo una constante, lo que no ha cambiado, es la generosidad abierta y sincera de estos soldados que no son soldados sino tipos normales y corrientes con un fusil en la mano. Su curiosidad es transparente, su deseo de saber qué hay más allá de su país es el propio de quien durante muchos años ha sido obligado a ver el mundo por una ventana muy estrecha.

Deambulo por el frente, de una posición a otra. Tampoco parece que la OTAN vaya a golpear hoy, los rumores afectan por igual a las posiciones de Ad Dafiniyah que al mundo mundial. Veo que muchos soldados han cambiado, y me pregunto cuántos de los nuevos están sustituyendo a otros, caídos en combate. Eventualmente llego hasta la mezquita donde estuve hace dos días, y me dedico a buscar una buena foto donde no parece que vaya a encontrarla, pero tengo la rabia de quien ha perdido una gran oportunidad y piensa que la puede recuperar con empeñarse lo suficiente. Luego me acerco hasta la posición más avanzada, donde un grupo pequeño al mando de un tipo que conozco y me conoce, está disparando de cuando en cuando: ráfagas de ametralladora, un par de cohetes con un lanzador de fabricación casera… No es aleatorio, quieren saber si en una granja a un kilómetro de distancia hay tropas enemigas. Al rato salimos, dos soldados y yo, a comprobarlo. Nos acercamos moviéndonos rápido a través de los olivares. El fuego de las tropas gubernamentales se oye lejos, el frente es muy amplio, no parece haber problema. En un momento dado nos paramos, lanzamos dos cohetes a la casa y no hay respuesta, así que volvemos tranquilamente para salir más tarde con un contingente más nutrido, nueve soldados y yo. Nos ocultamos en un camino delimitado por montones de tierra y pinos a ambos lados, y desde allí salen dos hombres hasta la casa. No hay nadie, los disparos siguen lejos, volvemos: misión cumplida.

Es entonces cuando nos empiezan a disparar. Son armas ligeras, seguramente kalashnikov, pero algo está mal porque recibimos fuego de la derecha, de poco más adelante de la mezquita que es un puesto rebelde. Oigo silbar las balas, veo el polvo que levanta en el suelo. Nos tiramos al suelo, dos o tres hombres protegidos tras cada olivo. Yo fotografío a cada lado el desconcierto de los soldados, y en cuanto cesan los disparos corremos como alma que lleva el diablo hacia nuestra posición inicial. En esta segunda salida no me he puesto el chaleco, y precisamente ahora aprecio no llevarlo encima, porque uno no puede realmente correr con esa mole de placas de cerámica encima. Intento disparar sobre la marcha, correr más que ellos para pararme a fotografiarlos mientras les veo venir, hasta que finalmente llegamos a nuestro parapeto de salida.

La expresión inglesa friendly fire no se traduce con facilidad al castellano: ¿fuego amigo? ¿fuego de los amigos? ¿disparos de los nuestros? Da lo mismo: nos ven caminar sobre los campos de cultivo y piensan que somos soldados infiltrados de Gadafi intentado atacar. No les parece una incongruencia que estuviésemos caminando y charlando tranquilamente de vuelta, y además nadie les ha dicho que estábamos llevando a cabo la operación. Están todos como una cabra.

La tarde es totalmente diferente, el contrapunto absoluto a la mañana en el frente: no me podría imaginar lo que está pasando: entro a un auditorio junto a la mezquita del barrio de Zorroq y de repente me encuentro a setecientas mujeres así, de sopetón. Hay un acto en apoyo del esfuerzo de guerra y allí están ellas, jóvenes y mayores, un mar de pañuelos que todo lo cubren.

Camino por entre las filas de asientos, es chocante que sea imposible fotografiar a mujeres en la calle y sin embargo aquí me animen a hacerles fotos. Oradoras jóvenes y mayores se suben a un estrado y lanzan proclamas enérgicas, levantan el puño al alto: nuestros hijos, hermanos y maridos están muriendo, los muertos en combate son amados por Alá, lucharemos por liberar al país del tirano.

Hay una mujer que dicen que tiene más de cien años, aunque a mí me parece que debe andar por los ochenta. Está en primera fila y todas las otras mujeres la saludan y respetan y hablan con ella, como es normal actuar con los ancianos. La visión de la cámara actúa como un resorte: se levanta, agarra una bandera rebelde, grita: “Alla-hu Akbar, Alla-hu Akbar” una y otra vez. Se le cae el velo, sus vecinas de asiento ríen, se lo intenta poner y ella se lo quita una y otra vez: “Alla-hu Akbar”, sigue, ondeando la bandera de la rebelión. Qué no habrá vivido, qué le van a contar a ella de represiones y libertades, y ahí está, mostrándole al mundo con fuerza que se hará la voluntad de Alá pero que esta guerra la vamos a vencer entre todos y nos vamos a quitar al dictador de encima.

Algunas llevan retratos enmarcados con la foto de un marido, un hijo o un hermano muertos en el frente o antes, cuando la ciudad fue masacrada sin piedad por el ejército de Gadafi. Se acercan para que las fotografíe y aunque levantan el retrato con orgullo, no hay palabras que describan la tristeza de sus ojos.