martes, 31 de mayo de 2011

Día siete: Ad Dafiniyah, primer día en el frente

Así que por esto es que a Ahmed le llaman “Schumacher”. Cómo me iba yo a figurar que habría sido mejor ponerme el casco y el chaleco antibalas ya en casa y para que me proteja no del ímpetu militar enemigo sino de la conducción suicida de un joven que antes de la guerra trabajaba de ‘oficial de seguridad’ en una empresa. Ahmed no conoce el miedo, pero sí que entiende de contra volante, tracción y frenadas. Y lo mismo le da el asfalto que la arena, con la misma destreza esquiva los contenedores que los rebeldes han puesto en la autopista para que los tanques de Gadafi tengan con qué entretenerse, llegado el caso.

Llegamos a lo que viene a ser el frente: una carretera asfaltada, arbolada y perpendicular al mar, y grupos de cuatro o cinco hombres cada cincuenta metros parapetados sobre montones de arena a lo largo del arcén. De cuando en cuando hay algunos ‘pick-up’ con ametralladoras montadas detrás, y hombres que fuman todo el rato, charlan, pregunta al recién llegado que de dónde es y le dicen que ‘Welcome to Libya’.

Claro, el mapa y el frente son dos cosas muy distintas, porque lo que a primera vista parece definido como con tiralíneas, en realidad es sólo el comienzo de una franja indeterminada, tierra de nadie donde los soldados de ambos bandos prefieren no entrar. A mí lo que más me llama la atención es ver olivos en medio de los trigales maduros que no creo que nadie vaya a cosechar. También hay granados, vides e higueras, y granjas abandonadas con rebaños de ovejas que sus dueños soltaron para que no pereciesen de hambre y abandono.
Ahmed busca a su primo, pero nadie ha oído hablar de él. Al cabo de un rato un grupo de amigos suyos decide salir porque les han dicho por la radio que en unas casas más adelante hay soldados de Gadafi, así que allá que vamos kalashnikov (y cámaras) en ristre. Ahí es donde descubro que Ahmed no es precisamente un aguerrido combatiente, y esto hace que me caiga un poco mejor. ¿Quién, en su sano juicio, se jugaría el tipo yendo por delante cuando empiezan los tiros? Aunque visto así, en qué lugar me quedo yo, que ni siquiera estoy defendiendo a mi familia ni liberando mi país ni nada de nada, en medio de una guerra para hacer unas fotos por las que ni siquiera es muy probable que nadie pague.

Pero no es momento para disgresiones filosóficas ni crisis de identidad, o por lo menos para que yo las haga: mi pelotón está decidiendo qué hacer, y esto les lleva una buena media hora. Alguno posa para mí, me pregunta si soy del Barça o del Madrid, se va, vuelve… Finalmente unos avanzan y nos llama al rato. El grupo se distribuye por un camino donde en algún momento hubo soldados de Gadafi que dejaron atrás colchones y restos de comida. Comienza a oírse fuego de mortero a lo lejos, y ráfagas intermitentes de ametralladora. Espoleados por la radio, mi grupo se reúne y nos montamos en los coches para adentrarnos un par de kilómetros hacia dentro. De repente los hombres se ponen serios, se excitan, empiezan a gritar “Allah-hu Akbar” (Dios es grande), montan un par de cohetes antitanque sobre el lanzador del pick-up y los disparan con un estruendo brutal carretera adelante hacia donde están las posiciones enemigas. Entre medias, exuberancia de disparos con los lanzagranadas y kalashnikovs en lo que me parece a mí que levanta mucho la moral pero también gasta muchas balas inútilmente, pero qué sabré yo de guerras al fin y al cabo y quién me dice a mí que precisamente mantener alto el espíritu no justifica esta exuberancia bélica.

Yo también disparo como loco (con el 35mm para no perderme nada), pero mi ángulo no es nada bueno porque los coches se adelantan para disparar y no quiero desprotegerme en exceso. Veo las caras asustadas detrás del parapeto metálico que protege las ametralladoras, un chaval murmurando “Alla-hu Akbar” (Dios es grande) mientras empuña los mandos de su ametralladora y el coche camina marcha atrás hacia la posición de tiro, la que podría ser la de su muerte.

Regresamos. Todo el mundo está contento, es lo que tiene la adrenalina, la euforia del momento después. Me voy con Ahmed y seguimos buscando a su primo y en su lugar encontramos a un amigo suyo que está disparando desde el tercer piso de un edificio cercano. Nos vamos con él a pasar la tarde disparando morteros desde una casa bien atrás de la línea del frente. Carga, disparan, recolocan el lanzador rectificando su orientación con tablas de balística arrugadas, no parece importar eso tanto como poner buen ángulo frente a mi cámara.

Eventualmente se les acaba la munición y volvemos a Misrata según cae la tarde, polvorienta y extrañamente ajena. Así que esto es la guerra de Libia.




lunes, 30 de mayo de 2011

Día seis: Misrata, parada y fonda



Bajo del barco a mediodía. Esto es Misrata, o al menos su puerto: grandes muelles vacíos, grúas inmóviles.

Un hombre que llevaba 38 años fuera de su país se arrodilla en el mismo muelle y reza. Se acercan unos cuantos coches y los que se bajan de ellos saludan efusivamente a los recién llegados, todos se conocen o las familias se conocen entre sí, da lo mismo. Las costumbres imponen una hora y media de saludos, confusión, carga y descarga de coches, deseos al cielo, presentaciones de tal cantidad de gente que no hay la menor probabilidad de que me acuerde del nombre de nadie.

Al rato aparece Rida, mi contacto, y me monta en el coche de un médico que me lleva a su casa, donde otros cuatro periodistas están también alojados. Apenas he llegado y ya tengo cama, comida y conexión a Internet, y qué más puedo pedir si además es gratis como aquí. No quiero abusar, pero mi experiencia me dice que casi todo en la vida se consigue con tan sólo pedir educadamente, y es lo que hago. El resultado es que mañana me iré al frente y me llevará Ahmed, un chaval joven de cara seria y pocas palabras.

Paseo por el centro de Misrata, Tripoli Street al atardecer. Tiendas destrozadas, camiones quemados, los restos de mortero y bala que dejó la batalla urbana de la ciudad hace un mes. Gadafi disparó a una mezquita y derribó el minarete, algo incomprensible. La gente me para por la calle, me pide que explique todo esto al mundo. Grupos de chicas jóvenes se hacen fotos delante de los restos de un tanque y los niños saltan para que yo les fotografíe.

La única primera impresión que puedo tener de Misrata es la evidente: polvo, sol, casas bajas de bloques de cemento de lo que sólo se puede denominar estilo neo-cutre con algún edificio grande y masivo que recuerda a las construcciones soviéticas y por una razón: Gadafi estuvo durante muchos años de la mano de sus amigos rusos.

Pero no quiero pensar más, ni caer en la tentación de describirlo todo a las pocas horas de llegar. Mañana, a trabajar.




domingo, 29 de mayo de 2011

Día dos a cinco: Malta (II)



El plan era pasar apenas un día en Malta. Finalmente, paso cuatro. El barco no está cargado, hace mal tiempo, el oleaje no nos deja salir, pásate mañana por aquí… Nada fuera de lo ordinario. Pero leo que los rebeldes en Misrata están empujando el frente hacia el oeste, hacia Trípoli, y siento de repente la aprensión irracional de que si me retraso dos o tres días, habrán salido corriendo a decapitar a su tirano y yo habré llegado miserablemente tarde.
Viento, oleaje y fútbol. La diminuta capital de este país liliputiense está tomada por las celebraciones del Valletta F.C., que ha ganado la liga. Salgo a hacer alguna foto en la calle, la impaciencia me relame, me siento de sobra entre los turistas.

Luego, todo ocurre a velocidad de vértigo y tengo que recoger corriendo mis cosas en el hotel porque el barco espera, están en el muelle y vamos a salir para Misrata en cualquier momento. Y de coche en coche llego al puerto y el ambiente no tiene nada que ver. El barco es un antiguo pesquero japonés reconvertido en indonesio reconvertido en libio, y está lleno de cajas de medicamentos, más una ambulancia más unos cuantos médicos y dos periodistas franceses. Todo el mundo ríe y se hace fotos con los teléfonos móviles. Excepto la tripulación, cuatro indonesios menudos que más que trabajar parece que estuviesen cumpliendo condena. Y es que nada se les ha perdido en una guerra.

Luego suena la sirena, se sueltan amarras, hay un intercambio de última hora de paquetes que saltan del muelle al barco y viceversa, y salimos del abrigo del puerto a un mar enfurecido… Y mareante.

Anochece sobre el Mediterráneo. El mar es una extensión plana y azul, tan sólo se oye la maquinaria del barco y el romper de las olas según nos acercamos a África y no hay nadie en la cubierta. 

sábado, 28 de mayo de 2011

Días dos a cinco: Malta (I)



El más largo camino empieza por un pequeño paso. Y en este caso, por una pequeña isla. Y si la geografía es carácter y personalidad, pues Malta está en medio del mar, a mitad de camino entre Sicilia y África.

En Malta es donde está también la fundación “I-Go Aid”, un grupo de libios que se han organizado a toda prisa para enviar ayuda por barco a Misrata. En seguida han puesto en marcha sus redes de contactos por todo Europa y Norteamérica y constantemente reciben material, dinero y voluntarios. El bajo de un edificio de Msida, en Malta, es su cuartel general. Allí entran y salen todo el rato unos tipos entrados en años y en carnes que hablan a gritos, beben café, me saludan efusivamente como si fuésemos amigos de toda la vida e inmediatamente se olvidan de mí y se ponen a hablar en árabe entre ellos.

No hace falta rascar mucho, en todo caso, para empezar a escuchar sus historias: Mohammed estaba en Trípoli hace tan sólo un mes cuando presenció a los soldados de Gadafi tirotear a un chaval africano en medio de la calle. Decidió que debía hacer algo, que eso (con la guerra ya un poco avanzada en cualquier caso) sólo sería el principio de cosas mucho peores. Originario de Misrata, ni siquiera su mujer sabe que está en Malta ayudando a que circulen los barcos. Está obsesionado con los huérfanos de Misrata, insiste en enviar juguetes a la ciudad sitiada.

Y así todos: uno de Manchester, otro de Berlín, el de más allá es un médico que vuelve de Boston para operar en el hospital… Espíritu cooperativo, voluntario, el granito de arena contra el tirano.

viernes, 27 de mayo de 2011

Día uno: París



Es curioso que para ir a una guerra haya que pasar por París. Y que sentirse porteador, acarreando una bolsa de deporte azul con un chaleco antibalas y un casco. Sólo por el esfuerzo de llevar todo este peso hasta Misrata, sería una pena que alguien me disparase.

Es curioso, porque nada podría estar más lejos de una guerra que París en primavera. Restaurantes y cafés abren sus terrazas a las aceras de los bulevares, las mesas diminutas y los clientes apretados se desparraman por todas partes en esta ciudad que es tantas cosas y también una frontera entre el Mediterráneo y Europa. En este final de mayo, ningún parisino me creería si le dijese que en el mundo hay guerras.

Pero es aquí donde está Reporteros Sin Fronteras, y ellos son los que me prestan el chaleco y el casco. Envidia de trabajar en una oficina así: grande, soleada, en pleno centro de París. Y sin embargo hay fotos colgadas de disidentes que fueron ejecutados, carteles denunciando la prisión de periodistas en países que son como hasta hace tan sólo unos meses era Libia.

Camino por avenidas soleadas, esquivando puestos de zapatos o montañas de maletas, motos aparcadas, los puestos de un mercado de eso que en Francia se llaman “productos regionales”. Almuerzo brevemente en una galería con arcadas de hierro forjado y vidrieras con escenas clásicas. Es en medio de tanta civilización, y por el contraste con lo que intuyo que voy a ver, que tengo la primera impresión densa y definitiva, palpable, de que me voy a hacer fotos a una guerra.

Pero la logística manda: recojo mi material y (arrastrando mi bolsa por media ciudad) vuelvo al aeropuerto.