Así que por esto es que a Ahmed le llaman “Schumacher”. Cómo me iba yo a figurar que habría sido mejor ponerme el casco y el chaleco antibalas ya en casa y para que me proteja no del ímpetu militar enemigo sino de la conducción suicida de un joven que antes de la guerra trabajaba de ‘oficial de seguridad’ en una empresa. Ahmed no conoce el miedo, pero sí que entiende de contra volante, tracción y frenadas. Y lo mismo le da el asfalto que la arena, con la misma destreza esquiva los contenedores que los rebeldes han puesto en la autopista para que los tanques de Gadafi tengan con qué entretenerse, llegado el caso.
Llegamos a lo que viene a ser el frente: una carretera asfaltada, arbolada y perpendicular al mar, y grupos de cuatro o cinco hombres cada cincuenta metros parapetados sobre montones de arena a lo largo del arcén. De cuando en cuando hay algunos ‘pick-up’ con ametralladoras montadas detrás, y hombres que fuman todo el rato, charlan, pregunta al recién llegado que de dónde es y le dicen que ‘Welcome to Libya’.
Claro, el mapa y el frente son dos cosas muy distintas, porque lo que a primera vista parece definido como con tiralíneas, en realidad es sólo el comienzo de una franja indeterminada, tierra de nadie donde los soldados de ambos bandos prefieren no entrar. A mí lo que más me llama la atención es ver olivos en medio de los trigales maduros que no creo que nadie vaya a cosechar. También hay granados, vides e higueras, y granjas abandonadas con rebaños de ovejas que sus dueños soltaron para que no pereciesen de hambre y abandono.
Ahmed busca a su primo, pero nadie ha oído hablar de él. Al cabo de un rato un grupo de amigos suyos decide salir porque les han dicho por la radio que en unas casas más adelante hay soldados de Gadafi, así que allá que vamos kalashnikov (y cámaras) en ristre. Ahí es donde descubro que Ahmed no es precisamente un aguerrido combatiente, y esto hace que me caiga un poco mejor. ¿Quién, en su sano juicio, se jugaría el tipo yendo por delante cuando empiezan los tiros? Aunque visto así, en qué lugar me quedo yo, que ni siquiera estoy defendiendo a mi familia ni liberando mi país ni nada de nada, en medio de una guerra para hacer unas fotos por las que ni siquiera es muy probable que nadie pague.
Pero no es momento para disgresiones filosóficas ni crisis de identidad, o por lo menos para que yo las haga: mi pelotón está decidiendo qué hacer, y esto les lleva una buena media hora. Alguno posa para mí, me pregunta si soy del Barça o del Madrid, se va, vuelve… Finalmente unos avanzan y nos llama al rato. El grupo se distribuye por un camino donde en algún momento hubo soldados de Gadafi que dejaron atrás colchones y restos de comida. Comienza a oírse fuego de mortero a lo lejos, y ráfagas intermitentes de ametralladora. Espoleados por la radio, mi grupo se reúne y nos montamos en los coches para adentrarnos un par de kilómetros hacia dentro. De repente los hombres se ponen serios, se excitan, empiezan a gritar “Allah-hu Akbar” (Dios es grande), montan un par de cohetes antitanque sobre el lanzador del pick-up y los disparan con un estruendo brutal carretera adelante hacia donde están las posiciones enemigas. Entre medias, exuberancia de disparos con los lanzagranadas y kalashnikovs en lo que me parece a mí que levanta mucho la moral pero también gasta muchas balas inútilmente, pero qué sabré yo de guerras al fin y al cabo y quién me dice a mí que precisamente mantener alto el espíritu no justifica esta exuberancia bélica.
Yo también disparo como loco (con el 35mm para no perderme nada), pero mi ángulo no es nada bueno porque los coches se adelantan para disparar y no quiero desprotegerme en exceso. Veo las caras asustadas detrás del parapeto metálico que protege las ametralladoras, un chaval murmurando “Alla-hu Akbar” (Dios es grande) mientras empuña los mandos de su ametralladora y el coche camina marcha atrás hacia la posición de tiro, la que podría ser la de su muerte.
Regresamos. Todo el mundo está contento, es lo que tiene la adrenalina, la euforia del momento después. Me voy con Ahmed y seguimos buscando a su primo y en su lugar encontramos a un amigo suyo que está disparando desde el tercer piso de un edificio cercano. Nos vamos con él a pasar la tarde disparando morteros desde una casa bien atrás de la línea del frente. Carga, disparan, recolocan el lanzador rectificando su orientación con tablas de balística arrugadas, no parece importar eso tanto como poner buen ángulo frente a mi cámara.
Eventualmente se les acaba la munición y volvemos a Misrata según cae la tarde, polvorienta y extrañamente ajena. Así que esto es la guerra de Libia.