viernes, 27 de mayo de 2011

Día uno: París



Es curioso que para ir a una guerra haya que pasar por París. Y que sentirse porteador, acarreando una bolsa de deporte azul con un chaleco antibalas y un casco. Sólo por el esfuerzo de llevar todo este peso hasta Misrata, sería una pena que alguien me disparase.

Es curioso, porque nada podría estar más lejos de una guerra que París en primavera. Restaurantes y cafés abren sus terrazas a las aceras de los bulevares, las mesas diminutas y los clientes apretados se desparraman por todas partes en esta ciudad que es tantas cosas y también una frontera entre el Mediterráneo y Europa. En este final de mayo, ningún parisino me creería si le dijese que en el mundo hay guerras.

Pero es aquí donde está Reporteros Sin Fronteras, y ellos son los que me prestan el chaleco y el casco. Envidia de trabajar en una oficina así: grande, soleada, en pleno centro de París. Y sin embargo hay fotos colgadas de disidentes que fueron ejecutados, carteles denunciando la prisión de periodistas en países que son como hasta hace tan sólo unos meses era Libia.

Camino por avenidas soleadas, esquivando puestos de zapatos o montañas de maletas, motos aparcadas, los puestos de un mercado de eso que en Francia se llaman “productos regionales”. Almuerzo brevemente en una galería con arcadas de hierro forjado y vidrieras con escenas clásicas. Es en medio de tanta civilización, y por el contraste con lo que intuyo que voy a ver, que tengo la primera impresión densa y definitiva, palpable, de que me voy a hacer fotos a una guerra.

Pero la logística manda: recojo mi material y (arrastrando mi bolsa por media ciudad) vuelvo al aeropuerto.