jueves, 23 de junio de 2011

Día treinta y uno: verano. Punto y final


El verano se acerca con prisa, la primavera se ha consumido completamente, ya no tengo nada más que hacer en Misrata. Estaré alejándome de la ciudad y me habrán quedado muchas cosas en el tintero, fotos que ya no haré, historias que no me habrán contado, personas cuyo camino ya no se va a cruzar con el mío. Pero en algún momento hay que trazar la línea definitiva, la puerta que se cierra, el punto y aparte.

Nada es absoluto, no hay razones categóricas ni conclusiones en blanco y negro. El material del que está tejido el mundo es la ambigüedad.

Por eso me veré obligado a recordar la muerte, los cadáveres, la terrible desolación, el sonido de los cohetes que incesantemente envían su carga letal de un lado a otro, el entrechocar de los kalashnikov en el asiento de un coche.

Pero también recordaré las veces que un desconocido se ha desviado hasta 60 kilómetros para llevarme a algún sitio sin pedir nada a cambio, las veces que me han dado de comer, los tés que fue imposible que pagase, los hombres que aparecían por el frente con pan hecho en casa, los grupos de voluntarios limpiando la calle, el jefe de la policía que primero me pide una acreditación que no tengo y poco después me está facilitando un coche y un traductor para ir a un campo de entrenamiento, el hecho de que nunca he tardado más de quince segundos en conseguir que un coche pare para llevarme. La cortesía minuciosa y exquisita con que me han tratado en Misrata, esa mezcla de hospitalidad con el extranjero y agradecimiento por venir de un país que les está ayudando a librarse del dictador. De una ciudad que aquí aún se recuerda como un hito en la historia de la cultura árabe. De una profesión que sirve para que el mundo conozca su lucha: en este mes, la palabra que más he oído ha sido “gracias”.

Éste es el punto y final. Se acaba un mes en Misrata, se acaba también este blog. La vuelta es mecánica, casi burocrática, un saltar de un punto a otro rehaciendo el camino andado si es que esto es posible: en el fondo, todos los caminos son el mismo camino.

miércoles, 22 de junio de 2011

Día treinta: la banda sonora de una guerra


Bashir Shalouf toca el laúd. Es un hombre de unos cincuenta años, delgado, que fuma constantemente. Parece un poco alejado del mundo y a años luz de los chavales jóvenes que dormitan, hablan de ordenadores, componen rap o hip-hop y  conducen coches coreanos con ambientadores de coco. Bashir entra en la cabina de grabación y comienza a tocar su instrumento despacio, con una cadencia reposada; y canta una canción de la que sólo puedo entender su tristeza y su melancolía. Bashir Shalouf perfora con su música esta burbuja tecnológica en la que estamos metidos y de repente parece que la guerra no fuese más que el último episodio de una tristeza de siglos, que esta música prácticamente olvidada ha sabido preservar.

Misrata no se ha librado del asalto terrible de la modernidad, y la banda sonora de la guerra, grabada en este estudio junto a la playa, es una remezcla de otras músicas mucho menos serenas, más acordes con eso que la ciudad y el país no han dejado de ser a pesar de la masacre. Otra vez la ciudad me sorprende: un grupo de chavales lleva lo que se podría llamar vida bohemia a menos de treinta kilómetros del frente, y el sonido de los cohetes cayendo se mezcla con el hip-hop. Viven aquí, duermen y comen juntos, se deben a su música y graban discos que luego reparten por todas partes, y por todas partes se les puede oír en Misrata. Lo mismo en los altavoces de una manifestación que en la radio de los coches destartalados de los combatientes.

Pero el día oscila, no se deja. A mediodía visito un centro de fisioterapia y conozco a Mohammed Sahli, un niño de doce años que jugaba en la calle cuando un cohete cayó cerca. Ha perdido la mano derecha, el pulgar de la izquierda y la visión en un ojo, tuvo múltiples fractura en ambas piernas y quemaduras por todo el cuerpo. Si la mano izquierda no responde a la terapia, también tendrá que ser amputada. Mohammed podría ser el típico niño póster, ése que enseguida aparece en los medios porque es un niño (una niña sería aún mejor), una víctima inocente. Según le fotografío, me alegro de que mi agencia no esté cogiendo fotos de Misrata estos días, de que todo esto vaya a ser un asunto entre él y yo. Mohammed que acaricia una gran bola de goma mientras el médico habla conmigo, que se retuerce de dolor cuando hace sus ejercicios de movilidad. El pequeño Mohammed que ya nunca será para mí uno de los miles de heridos de esta guerra.

La tarde se consume ella sola: hay más restricciones para ir al frente, ahora a los periodistas pretenden ponernos un coche con chófer “para nuestra seguridad”, una especie de paranoia creciente que perjudica la causa rebelde y que sólo se explica por el hecho de que ganar la guerra va a ser mucho más fácil que deshacer cuatro décadas de estado policial. Aunque me alegro de que a mí ya no me vaya a afectar, me entristece que estas cosas y la huida en masa de los periodistas de Misrata (como ya ha pasado en Bengasi desde que no se puede acceder al frente) alimente los argumentos de quienes, desde el sillón de su casa o la barra del bar, pontifican sobre la guerra y ponen al mismo nivel a opresores y oprimidos.

Mohammed, mi amigo del puesto cuatro de Ad Dafiniyah, ha venido a verme por la tarde. Le extraña que no esté yendo al frente estos días y le explico que no puedo, que hay órdenes que vienen del consejo, que traductores han sido interrogados por la policía, que hay periodistas que han sido acusados de espionaje, que hay quien no puede moverse ni siquiera por la ciudad sin un traductor oficial. Dejo al pobre en estado de shock, preguntará por qué está pasando todo esto. Le digo que se plantee si es para esto que los soldados se están dejando morir en el frente, si la población de Misrata, que apoya de manera tan masiva la guerra y que está sufriendo para librarse de Gadafi y conseguir algo de libertad, no podría terminar cayendo en algo no muy diferente.





martes, 21 de junio de 2011

Día veintinueve: rey de reyes


“Yo sabía que Gadafi estaba loco, pero nunca nos imaginamos en Libia que haría lo que hizo. Incluso después de cuarenta y dos años, todos nos sorprendimos de que colocase las ametralladoras frente a su propio pueblo y disparase

En Libia no ha habido libertad. Uno tenía miedo de hablar con los demás, yo a veces tenía miedo incluso de hablar conmigo mismo. Si alguien te oía criticar a Gadafi, nunca sabías si la policía se iba a presentar en tu casa y tu familia nunca jamás volvía a saber de ti”.

¿Has visto alguna vez algo peor? Gadafi es mucho peor que Hitler. Porque Hitler mataba a los que no eran alemanes, pero a los suyos los respetaba

En realidad, Gadafi es el diablo. Se nota claramente en la manera que tiene de mirar de reojo. Cuando entraron en su casa, no me acuerdo si fue en Sirte o en Trípoli, encontraron dos cajas llenas de amuletos de magia negra. Y yo mismo una vez, cara a cara como te lo estoy contando a ti, hablé con una mujer que me dijo que Gadafi le había llamado a su palacio en Trípoli, y discutieron durante horas sobre magia. Y además, todas las veces que Gadafi convocaba las cumbres con presidentes africanos, era para hablar de magia negra, algo que los africanos practican mucho, como todo el mundo sabe

Mira aquél edificio: fue Gadafi quien lo destrozó; y allí, allí, los tanques de Gadafi tiraron sobre el barrio; esos coches a la derecha, todos quemados… Fue Gadafi

¿Ves esos dos burros? Son Gadafi y uno de sus hijos, jajaja

En realidad Gadafi no es libio, y además uno de sus abuelos era medio judío

Los soldados que capturamos no son capaces ni siquiera de hablar durante dos o tres días, Gadafi les da alguna droga muy fuerte para que tengan valor. Cuando por fin recuperan el sentido, lloran y se lamentan de haber combatido, y nos preguntan qué hacen aquí y tienen los bolsillos llenos de amuletos y objetos mágicos

Todos los días hablo con gente variada, y hay un protocolo inicial de preguntas, heredado sin duda de la tradición árabe de alargar las presentaciones, que viene a ser: primero, de qué país soy; segundo, si mi equipo es el Madrid o el Barça; tercero, si trabajo para Al Jazeera; cuarto, qué pienso de Misrata. Establecidas así mis referencias, lo que viene a continuación es siempre lo mismo: echar pestes del dictador. La condena es unánime e irracional, y está basada por igual en hechos reales que imaginarios, y así, poco a poco, testimonio a testimonio, se va respondiendo a la pregunta de quién es en realidad Gadafi. No el dictador, el hombre de carne y hueso con una biografía sino la idea de Gadafi, el personaje, que en el fondo es más relevante que los datos.

En Misrata hay que hacer colas de horas para conseguir pan por las mañanas. Lo curioso es que no escasea la harina igual que no escasea ningún producto básico. El problema es que los panaderos eran egipcios que volvieron a su país en cuanto la guerra se desató sobre la ciudad, y los libios no saben hacer pan, nunca lo han hecho. Ni han limpiado las calles ni han hecho ningún otro trabajo medianamente físico o ingrato, para eso estaban los inmigrantes. Libia era el país más desarrollado de África. La bonanza económica puede explicar (al menos en parte) que el pueblo no se haya levantado durante cuarenta y dos largos años pese a la dureza de la represión. Un tipo se lamenta amargamente de lo mal que están las carreteras mientras conduce un BMW con aire acondicionado por uno de los pasos elevados de la autopista. El centro de fisioterapia de Misrata está mejor equipado (en aparatos, en profesionales, en mármoles) que la mayoría en Europa.

El levantamiento en Libia fue el reflejo de un ansia generalizada de libertad. Pero a Gadafi, lo que la gente de Misrata realmente no le perdona ni le perdonará jamás, es que durante los primeros días de la revuelta, volviese al ejército contra el pueblo y sus soldados mercenarios abriesen fuego a las muchedumbres desarmadas. Ésa fue la línea roja, después ya no hubo marcha atrás y toda la rabia de décadas de dictadura se amplificó con la sangre de esos primeros muertos. Y no es que él haya pensado en abandonar el país en ningún momento, pero cuando las revueltas comenzaron en Bengasi, la posibilidad aún existía de conseguirle un exilio dorado como al tunecino Ben Alí.

El caso es que lo que fue una idea aproximada de libertad se ha catalizado en un odio visceral hacia el monstruo, y el deseo de ser libre se mezcla con el deseo de eliminar al tirano y se convierten ambos en uno, y parece que bastará con matar a Gadafi para que Libia sea automáticamente un país perfecto, próspero, libre, orgulloso de sí mismo.

A mí, qué le vamos a hacer, todo esto me recuerda al vídeo de la carretilla. Corre por le frente, de teléfono móvil en teléfono móvil, un vídeo en el que se ve a Gadafi en una habitación pequeña y cerrada, con sus habituales gafas de sol y su túnica de rey de reyes, lanzando improperios y amenazas mientras levanta el puño. De repente hay dos tipos que se acercan para jalearle y besarle, por alguna razón en ropa interior. Entonces la cámara se gira siguiendo al gran líder y aparece una carretilla de obra normal y corriente, guiada por un tercer esbirro. Gadafi deambula un poco por la habitación y finalmente se tumba en la carretilla como si de un palanquín real se tratase, y con una pose que por pretender ser digna es absolutamente patética, abandona la habitación con su comitiva detrás.

lunes, 20 de junio de 2011

Día veintiocho: tomates, misiles, caos


Esta mañana, la rutina de salir al frente tenía algo de especial porque podría ser el último día que voy a Ad Dafiniyah, al frente. Empiezo a sentirme con un pie fuera de Misrata y además, cada vez es más complicado. Es más: hoy, ni Al Jazeera ni la BBC ni la CNN ni el resto de periodistas de Misrata ha podido acceder al frente. El único periodista allí era un servidor, y ha sido prácticamente por suerte.

Me muevo por Misrata, y voy al frente, en autoestop. No tengo dinero para pagar un coche y además la práctica me dice que estoy más cerca de la gente si aparezco solo por todas partes. Como de costumbre, esta mañana he levantado el brazo a la puerta del hotel. Un coche para y me lleva a la salida de Misrata, en la autopista que va hacia el frente. Allí procuro parar un coche lleno de soldados y mezclarme con ellos. Hoy, justo antes de que parasen a por mí, ha pasado el coche del corresponsal de The Times con otros tres periodistas dentro. Al llegar al checkpoint donde ahora los grandes medios de comunicación del mundo no pueden seguir, mi coche lleno de kalashnikovs por el suelo y pintadas revolucionarias por fuera ha pasado de largo: estaban demasiado ocupados impidiendo el paso de los otros periodistas, demasiado llamativos. Es en cierto sentido la táctica de guerrilla: solo, más ligero, más rápido.

En cuanto llego a la cuarta posición en el frente, me llaman para que vaya a fotografiar algo. A un kilómetro de allí me encuentro con un coche totalmente calcinado en medio de un camino. Un cohete Milano, me dicen, dirigido a través de cables a lo largo de todo su recorrido y con una precisión letal, ha impactado en un coche conducido por un soldado, Ali Kurdi. Y de lo que hasta media hora antes era un hombre conduciendo, ahora sólo queda metal, huesos, y algún órgano calcinado. El misil ha atravesado el capó y no quedan ni los neumáticos, ni las tuberías del motor, ni el volante, ni ningún cristal, nada que no pueda ser quemado o triturado. Del hombre sólo quedan el esqueleto al aire y restos de algunos órganos del cuerpo: el hígado, un amasijo a la altura de la pelvis, las piernas desintegradas. Entre un médico y algunos de sus compañeros están recogiendo sus restos, sacándolos del coche y metiéndolos en una bolsa de plástico. Siento a través de las botas el calor terrible del suelo, la arena calentada por el sol y por el misil. De hecho, hoy hace bastante calor, y como en Andalucía en verano, puedo ver el aire bullir mientras asciende desde las colinas socarradas en este inicio del desierto, y sin embargo mi visión y mi atención no se pueden desviar de los restos del hombre muerto.

Ghassam Naga vive en Bélgica desde 2005, pero antes pasó veinte años en el ejército libio llegando al cargo de coronel, hasta que no pudo más y se llevó a su familia a Europa. Cuando empezaron las revueltas decidió volver, y como de la nada me lo encuentro en la posición más avanzada, un cerro al final del frente de Ad Dafniyah, hasta hace poco completamente desocupado (excepto para llamar por teléfono, porque aquí hay cobertura de la empresa nacional libia de móviles) y ahora base rebelde con la habitual concentración de pick-ups, de alfombras, de jóvenes con su arma al hombro. Como el resto, él también piensa que la OTAN debería hacer más y que los rebelde están listos para la victoria (algo que yo no comparto), pero al menos tiene ideas concretas: podrían ofrecer coordenadas a la OTAN de manera directa para que destruyan los lanzadores de misiles gracias a sus teléfonos satélite; los rebeldes deberían entrenarse y disciplinarse más, porque así, la guerra durará años. Ghassam forma parte de un grupo de apoyo especial, compuesto por ex-militares con formación (muchos de ellos veteranos de las batallas urbanas de Tripoli Street al principio de la guerra, en el centro de Misrata) que se mueven por el frente de un grupo a otro cuando se les necesita. Les veo venir con los lanzagranadas cargados (es decir, no han disparado, así que no me he perdido nada) y matas de tomillo en la mano de detrás de una loma.

Él se dedica a dar consejos a los que nadie hace mucho caso: pintar los coches para camuflarlos, que los milicianos no vistan de blanco, abrirse en abanico cuando avanzan sobre posiciones enemigas… El abc de la guerra. Creo que la suya es una batalla perdida, y ya se sabe que el trabajo inútil produce melancolía, así que Ghassam es un hombre un poco exasperado (algo tan raro en un libio) y ciertamente melancólico, que lucha por su país pero preferiría estar con su familia en Bruselas. Tengo la impresión de que cualquier día los va a mandar a todos a la mierda (pero de buenas maneras, eso sí) y va a volver con los suyos.

Entonces ha ocurrido un milagro: ¡hemos comido ensalada! Tomates, cebolla, zanahoria, atún… Lo del atún es una obsesión nacional (he comido más atún en un mes que en el resto de mi vida), pero la verdura fresca no abunda y en seguida nos hemos sentado alrededor de fuentes enormes de las que todo el mundo coge… Mientras sobre nuestras cabezas los misiles Grad pasan silbando y los soldados me dicen que soy muy valiente por no agacharme gritando “Alla-hu Akbar”. Y es más una cuestión de sentido común: de poco sirve agacharse frente al impacto de un misil y además estamos fuera del alcance de los Grad precisamente por estar muy adelante, a unos 500 metros de las posiciones gubernamentales sobre las que ellos lanzan morteros de vez en cuando. Vemos los Grad caer a kilómetros de donde estamos, en dirección a la ciudad.

Los milicianos no son militares, son tipos normales y corrientes que comenzaron la guerra con cuchillos de cocina, y llevan consigo toda una actitud ante la vida que no cuadra mucho con la frialdad asesina que es necesaria para hacer bien la guerra. Animado y apoyado por Ghassam, hablo con el jefe del pelotón para convencerle de que caven trincheras. En todo el frente, agazapados cuando caen los misiles tendrían muchas menos bajas. No es posible, me dicen, ésa es la forma de actuar del ejército de Gadafi, y si hacemos lo mismo, entenderán cómo funcionamos. Pero es lo que hacen todos los ejércitos del mundo, replico. Bueno, me responden, pero es que yo tendría vergüenza de meterme en un agujero en los momentos de peligro. Y así podemos pasar horas dando vueltas a lo mismo, y yo me voy sabiendo que no van a cambiar, que seguirán mostrando el pecho descubierto a los katyusha, a los Milano, a los Grad, a los morteros y a las balas que les llueven todos los días. Y es una sensación contradictoria, admirar su valor y al mismo tiempo ver cuán estúpido es actuar así. Porque a estas alturas, creo que lo que mueve a estos jóvenes ha hacer lo que hacen ha quedado reducido a dos hipótesis: o tienen un valor sin límites o no tienen conocimiento. Y creo que son las dos cosas a la vez.

Y en seguida entro en la dinámica habitual: ir de un lado para otro, cámara en ristre, esperando que alguien dispare, a sabiendas de que no hay una secuencia lógica de eventos: básicamente a dos tipos les apetece vaciar un cargador de una ametralladora de 23mm y van y lo hacen.  Pero aquí todo el mundo va hoy con sandalias y deduzco que no va a haber incursiones.

Salimos del puesto, han disparado algunos morteros y por lo menos tengo alguna foto interesante. Llegamos a una tienda en medio de la nada, a seis kilómetros del último puesto del frente de Ad Dafiniyah y a ocho o nueve de donde empieza el siguiente frente, el de Abderuf. Un agujero enorme protegido por apenas veinte hombres, un sitio tremendamente revelador para entender la guerra en Misrata: los rebeldes no tienen la capacidad de ampliar su territorio porque no pueden mantener un frente ampliado; no tienen recursos militares ni disciplina. El ejército de Gadafi no tiene la capacidad de penetrar por este agujero porque no tienen hombres ni motivación para plantarse en Misrata, que sería defendida hasta la muerte por sus habitantes. Eso es todo, no hay más, sin la OTAN esta guerra durará años.

A mediodía, Misrata me parece una ciudad un poco más normal cuando veo dos tipos haciendo el macarra por la calle: uno con un quad y otro con una moto de cross, ambos con su vestimenta de gladiador. Hay una caja de pizza en el suelo del coche del tipo que me lleva al hotel.

La tarde ha sido un fiasco: a través de unos chavales que visitaré mañana, que graban música en un estudio a las afueras (a las afueras de la ciudad y a las afueras de la guerra), he ido a los talleres donde se fabrican lanzacohetes, reparan kalashnikovs, se montan las ametralladoras en la parte de atrás de los Land Cruiser. Normalmente hace falta un permiso especial y explícito de Salad Badin, comandante rebelde, pero Misrata no es exactamente un modelo de perfección en la cadena de mando, así que ha bastado con preguntar en la puerta. Naves enormes de antiguos centros de enseñanza profesional con decenas de tornos de metal, talleres de carpintería, soldado o electricidad. Y apenas un puñado de tipos trabajando donde yo esperaba algo así como una gran factoría de guerra. Unas cuantas fotos y al hotel.


domingo, 19 de junio de 2011

Día veintisiete: nada


Lo siento, hoy no hay blog: me he pasado el día revisando el trabajo que llevo hecho hasta ahora, pensando en qué más quiero llevarme conmigo. El frente está cubierto, tengo fotos más que suficientes, pero Misrata no sólo es una guerra.

sábado, 18 de junio de 2011

Día veintiséis: está cambiando el viento


El día de hoy en realidad empezó anoche. La otra guerra es la de los rumores, que son constantes aunque todo el rato cambien. En Misrata todo el mundo se dedica a la rumorología: los soldados, la gente de la calle, los miembros del consejo de transición, los periodistas… Todo el mundo quiere que pase algo y que pase rápido, y eso que lleva ya mes y medio a punto de pasar, parece que se resiste y simplemente no está pasando: el frente no se mueve.

Y luego está la paranoia: un misil de las fuerzas de Gadafi golpeó la refinería de la ciudad sin causar grandes daños, y al día siguiente se publicó una fotografía donde dos técnicos inspeccionan los daños. El caso es que, poco después, otro misil impactó en el mismo edificio con mejor puntería. Conclusión: la foto (en la que no se ve más que una sala llena de muebles calcinados y dos tipos agachados mirando algo) sirvió de fuente de información al enemigo para mejorar su puntería. La lógica no se aplica, y en el fondo no es relevante, pero las consecuencias son directas: los medios de comunicación empiezan a tener restricciones para acceder al frente.

Anoche, junto con otros dos periodistas, intenté pasar la noche en el frente. Se preveía para hoy un importante ataque rebelde y no queríamos que la censura incipiente nos dejase fuera de la fiesta, así que a eso de la medianoche salimos hacia Ad Dafiniyah por carreteras secundarias. Sólo para conseguir que en uno de los checkpoints nos hiciesen volver. Argumentar no ha servido para nada; la prensa, dicen, no puede pasar, y parece que hay incluso una lista de soldados… Lo que retroalimenta la impresión (el rumor) de que efectivamente se prepara algo grande.

Esta mañana hemos vuelto: a las siete estamos pasando el mismo checkpoint sin ningún problema y nos lanzamos ansiosos sobre la carretera que define el frente. Al poco rato nos damos cuenta de que no hacía falta tanta ansiedad: los soldados duermen, no hay tal ofensiva, al preguntar todo el mundo responde: “may be”, puede ser, quizás, a lo mejor, quién sabe, Insh’allah, si dios quiere. Lo de siempre.

Yo decido pasar el día entero en el frente, total, ya estoy aquí y no sé cómo de difícil será volver a entrar. Apenas hay actividad en todo el día y me sorprende el escaso número de cohetes Grad que se lanzan desde cualquiera de los dos lados: seis o siete a eso de las dos del mediodía, nada más. Me llevo muy pocas fotos. Pero dos veces me resulta imposible acceder a la primera línea, donde están los soldados más avanzados. Y no me importa argumentar por millonésima vez que ya sé que no es seguro, esto es una guerra al fin y al cabo, que no se preocupen por mí. Pero hay una diferencia cualitativa cuando la razón es que la prensa no puede acceder o que es secreto, más aún cuando estas restricciones tienen más que ver con la rumorología que con una orden directa. Un soldado llega a decirme que hay periodistas españoles (pero por supuesto no yo, se apresura a añadir) que “espían para el ejército español”. Es un elemento más del folklore de esta guerra, pero esta manera de pensar cala en las dos direcciones: desde los soldados a los mandos y viceversa. En el frente de Bengasi, en Ajdabiya, ya hace tiempo que no se permite el acceso a los medios. Como consecuencia, el interés por la guerra y la causa de los rebeldes ha mermado considerablemente.

Pero hay más razones: cada vez me resulta más difícil vender mis fotos. Misrata está decididamente fuera de la atención mundial incluso cuando se habla de Libia. La acción está en el oeste, en las montañas de Nafusa. Y eventualmente Zlitan caerá, pero llevo casi un mes en Misrata y la posibilidad de entrar a la ciudad con las tropas rebeldes se aleja más y más en vez de acercarse.

Es el momento de pensar en irme. Y en el mismo instante en que me lo planteo, me doy cuenta de cuántas cosas tengo pendientes. De lo difícil que es resumir una ciudad y una guerra a un puñado de fotografías, de la diferencia tan enorme que hay entre una fotografía buena y una gran foto que en una sola toma cuente una historia completa. Así que la paradoja es que, por un lado, Misrata y el frente no dan mucho más de sí y sin embargo, subiré al barco pensando en que me he dejado mucho atrás.

Pero está cambiando el viento, hay que recapitular, planear los últimos días aquí, atar cabos, arriar velas, cerrar círculos.


viernes, 17 de junio de 2011

Día veinticinco: de balas y mujeres


¿Cómo es que no me sorprende que se haya cancelado el ataque de hoy? Todos los ataques en los que he estado, han sido una cuestión de estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Ni los soldados saben hasta media hora antes si van a golpear las tropas de Gadafi, lo cual me parece prudente. Pero yo al menos tengo que intentarlo, pasar horas y días en el frente hablando con unos y otros, tomando litros de té que hierven sobre brasas y sirven en vasitos diminutos, uno detrás de otro. Arrastrando entre el polvo del verano que se aproxima vertiginosamente mi armadura, que tantos comentarios de envida despierta entre los milicianos. Si ellos supieran lo que es pasar tres o cuatro horas con esa cosa encima y el casco en la cabeza… Lo que sigue siendo una constante, lo que no ha cambiado, es la generosidad abierta y sincera de estos soldados que no son soldados sino tipos normales y corrientes con un fusil en la mano. Su curiosidad es transparente, su deseo de saber qué hay más allá de su país es el propio de quien durante muchos años ha sido obligado a ver el mundo por una ventana muy estrecha.

Deambulo por el frente, de una posición a otra. Tampoco parece que la OTAN vaya a golpear hoy, los rumores afectan por igual a las posiciones de Ad Dafiniyah que al mundo mundial. Veo que muchos soldados han cambiado, y me pregunto cuántos de los nuevos están sustituyendo a otros, caídos en combate. Eventualmente llego hasta la mezquita donde estuve hace dos días, y me dedico a buscar una buena foto donde no parece que vaya a encontrarla, pero tengo la rabia de quien ha perdido una gran oportunidad y piensa que la puede recuperar con empeñarse lo suficiente. Luego me acerco hasta la posición más avanzada, donde un grupo pequeño al mando de un tipo que conozco y me conoce, está disparando de cuando en cuando: ráfagas de ametralladora, un par de cohetes con un lanzador de fabricación casera… No es aleatorio, quieren saber si en una granja a un kilómetro de distancia hay tropas enemigas. Al rato salimos, dos soldados y yo, a comprobarlo. Nos acercamos moviéndonos rápido a través de los olivares. El fuego de las tropas gubernamentales se oye lejos, el frente es muy amplio, no parece haber problema. En un momento dado nos paramos, lanzamos dos cohetes a la casa y no hay respuesta, así que volvemos tranquilamente para salir más tarde con un contingente más nutrido, nueve soldados y yo. Nos ocultamos en un camino delimitado por montones de tierra y pinos a ambos lados, y desde allí salen dos hombres hasta la casa. No hay nadie, los disparos siguen lejos, volvemos: misión cumplida.

Es entonces cuando nos empiezan a disparar. Son armas ligeras, seguramente kalashnikov, pero algo está mal porque recibimos fuego de la derecha, de poco más adelante de la mezquita que es un puesto rebelde. Oigo silbar las balas, veo el polvo que levanta en el suelo. Nos tiramos al suelo, dos o tres hombres protegidos tras cada olivo. Yo fotografío a cada lado el desconcierto de los soldados, y en cuanto cesan los disparos corremos como alma que lleva el diablo hacia nuestra posición inicial. En esta segunda salida no me he puesto el chaleco, y precisamente ahora aprecio no llevarlo encima, porque uno no puede realmente correr con esa mole de placas de cerámica encima. Intento disparar sobre la marcha, correr más que ellos para pararme a fotografiarlos mientras les veo venir, hasta que finalmente llegamos a nuestro parapeto de salida.

La expresión inglesa friendly fire no se traduce con facilidad al castellano: ¿fuego amigo? ¿fuego de los amigos? ¿disparos de los nuestros? Da lo mismo: nos ven caminar sobre los campos de cultivo y piensan que somos soldados infiltrados de Gadafi intentado atacar. No les parece una incongruencia que estuviésemos caminando y charlando tranquilamente de vuelta, y además nadie les ha dicho que estábamos llevando a cabo la operación. Están todos como una cabra.

La tarde es totalmente diferente, el contrapunto absoluto a la mañana en el frente: no me podría imaginar lo que está pasando: entro a un auditorio junto a la mezquita del barrio de Zorroq y de repente me encuentro a setecientas mujeres así, de sopetón. Hay un acto en apoyo del esfuerzo de guerra y allí están ellas, jóvenes y mayores, un mar de pañuelos que todo lo cubren.

Camino por entre las filas de asientos, es chocante que sea imposible fotografiar a mujeres en la calle y sin embargo aquí me animen a hacerles fotos. Oradoras jóvenes y mayores se suben a un estrado y lanzan proclamas enérgicas, levantan el puño al alto: nuestros hijos, hermanos y maridos están muriendo, los muertos en combate son amados por Alá, lucharemos por liberar al país del tirano.

Hay una mujer que dicen que tiene más de cien años, aunque a mí me parece que debe andar por los ochenta. Está en primera fila y todas las otras mujeres la saludan y respetan y hablan con ella, como es normal actuar con los ancianos. La visión de la cámara actúa como un resorte: se levanta, agarra una bandera rebelde, grita: “Alla-hu Akbar, Alla-hu Akbar” una y otra vez. Se le cae el velo, sus vecinas de asiento ríen, se lo intenta poner y ella se lo quita una y otra vez: “Alla-hu Akbar”, sigue, ondeando la bandera de la rebelión. Qué no habrá vivido, qué le van a contar a ella de represiones y libertades, y ahí está, mostrándole al mundo con fuerza que se hará la voluntad de Alá pero que esta guerra la vamos a vencer entre todos y nos vamos a quitar al dictador de encima.

Algunas llevan retratos enmarcados con la foto de un marido, un hijo o un hermano muertos en el frente o antes, cuando la ciudad fue masacrada sin piedad por el ejército de Gadafi. Se acercan para que las fotografíe y aunque levantan el retrato con orgullo, no hay palabras que describan la tristeza de sus ojos.



jueves, 16 de junio de 2011

Día veinticuatro: ir… volver… ir… volver…


Silencio en el frente. Ni un cohete se oye en Ad Dafiniyah, donde todo me lo encuentro cambiado. Fue ayer por la tarde, los rebeldes empujaron la línea del frente unos dos kilómetros hacia delante, y ahora los puestos están vacíos, nadie detrás de los enormes contendores que hace tan sólo unos días estaban reforzando. Hay colchones y mantas en los arcenes de la carretera, pero ni un alma, así que me voy hasta donde están los soldados, más allá de lo que nunca se han puesto. Y encima parece que tengo suerte, porque me dicen que en media hora piensan entrar en las posiciones de Gadafi, a un kilómetro y 650 metros más adelante. Me preparo, aunque tanta exactitud me hace desconfiar, qué le vamos a hacer. Se van los soldados que estuvieron por la noche y en cuanto lleguen los nuevos (que ya están de camino), allá que vamos a darles lo que se merecen.

Entonces oigo como un silbido muy cerca, mucho más leve que los cohetes Grad, y a unos treinta metros por encima de nosotros, algo hace “pof” y una nube de papeles lo cubre todo. ¿Confetti en una guerra? No exactamente: la OTAN por la presente le informa, estimado soldado de Gadafi, que está usted aún a tiempo de deponer las armas y su actitud, que no debe seguir disparando sobre civiles y que si usted llega a ver este helicóptero aquí dibujado sobre un tanque en llamas, ya será demasiado tarde.

Los rebeldes entran en júbilo y, aunque el panfleto en ningún sitio indica la inminencia de un ataque, todos lo asumen… Y no sólo cancelan su aventura sino que además deciden abandonar el territorio ganado ayer, que no sólo costó un gran esfuerzo sino también la vida de seis hombres.

Primera observación: ¿cómo es posible que la OTAN y los soldados rebeldes estén tan poco coordinados? ¿No sabe la OTAN que esto ahora –desde ayer por la tarde- es territorio rebelde? ¿Cómo estaban planeando avanzar más?

Segunda observación: ¿qué tipo de estrategia tienen las milicias rebeldes, que lo mismo avanzan cinco kilómetros que retroceden tres?

Tercera observación: si el ejército regular libio aún no se los ha llevado por delante es porque los unos son tan chapuceros como los otros – sin ir más lejos, hace tres días una columna de soldados de Gadafi fue detenida en el checkpoint de Kararim (junto a Tawarga) porque estaban avanzando de noche por la autopista (mira que será grande el desierto) y con las luces encendidas.

La retirada es rápida y no muy caótica, y el frente es ahora una fiesta: gritos de “Alla-hu Akbar”, música pop árabe saliendo de los coches, reparto de comida y zumo… Nadie piensa en el territorio perdido, todos han supuesto que por fin llega la ayuda.

El caso es que cuatro horas después no hay a la vista ningún helicóptero, ni fuego por parte de nadie. Los rebeldes han decidido mantener una mezquita dentro de la zona conquistada, con la ingenua creencia de que bueno, quién puede ser tan salvaje como para disparar sobre una mezquita. Los minaretes derribados por las fuerzas de Gadafi por todas partes de Misrata no deben ser evidencia suficiente.

Por la tarde me aburro soberanamente, charlando con los jóvenes, fumando nargileh, bebiendo un té tras otro. Han capturado un lanzacohetes de fabricación polaca y me preguntan (soy extranjero así que tengo que saberlo) cómo se utiliza.

Volvemos a subir a la colina donde ya estuvimos la semana pasada de reconocimiento, y si entonces me sorprendió que utilizasen este puesto avanzado para usar el teléfono móvil, hoy parece una romería. Seis o siete coches con tipos subidos sobre el techo, gritando algo así como “¿Me oyes? ¿Pero me oyes?”. Un soldado que tienen familia en la ciudad de Sabah, al sur de Libia (y lugar de origen de bastantes de los mercenarios del dictador), nos cuenta que acaba de recibir la noticia de que Sabah se ha levantado contra Gadafi y el ejército ha matado a 19 personas.

Me voy con un tipo al que llaman Basusi por detrás de la colina, a observar cómo están las cosas. Vamos agachados, con discreción. A nuestra derecha, hacia el este, el frente de Ad Dafiniyah está callado. Zlitan, sin embargo, arde. Zlitan es la siguiente ciudad camino de Trípoli, aislada de Misrata por diez kilómetros de territorio que los milicianos no pueden cruzar (la famosa línea roja de la OTAN), que se ha levantado contra el dictador y que esta tarde, sin asistencia, está sufriendo un embate terrible: se ven columnas de polvo donde los misiles impactan el suelo, se oye un tableteo constante de ametralladoras por todas partes.

No me lo quiero imaginar, y la verdad es que apenas me da tiempo a imaginar nada porque, un momento después de que nuestra discreción sea rota por un coche que aparca un poco por detrás de nosotros como si tal cosa, nos comienzan a disparar desde las posiciones gubernamentales más cercanas. Las balas, de ametralladora de 23mm, impactan la tierra unos metros por delante, nos tiramos al suelo, salimos corriendo en cuanto los disparos terminan y lo siguiente es un zafarrancho total: en estos momentos los soldados de Gadafi están preparándose para lanzar cohetes sobre la colina, me dicen, y lo cierto es que veinte minutos después (tiempo de sobra para ponernos a salvo), empiezan a caer un total de 23 misiles. Cuando volvemos a la posición de partida, uno de los soldados tiene que ir al baño. Y mi amigo Mohammed, el pobre, le ha cortado el teléfono a su novia de Trípoli justo cuando se han empezado a oír los tiros. Esta noche, me dice, volverá para tranquilizarla.

Hoy es uno de esos días en el que tantas cosas pasan sin que nada pase. Para mañana hay programado un ataque a las siete de la mañana, así que me preparo para madrugar y presentarme en el frente a esa hora, y acompañar a mis amigos de la posición cuatro. Que lo sepan ellos mismos y más aún que me lo digan a mí, me hace creer que simplemente no va a pasar, pero es que encima, el mundo está en otras cosas: en el centro de prensa de Misrata hay una reunión de coroneles de todos los frentes, la gran noticia es que la OTAN les ha dicho a los rebeldes que se retiren aún más, como dos kilómetros por detrás de sus propias líneas porque mañana es el día, el gran día: van a pasar por todo el frente machacando todo lo que se mueva desde el aire. Cual jinetes del Apocalipsis, aviones y helicópteros trazarán una línea de destrucción total.

Parece ser que los panfletos de la OTAN de por la mañana eran en realidad el argumento legal necesario para convencer a algunos miembros recalcitrantes de la alianza de la legitimidad del ataque: advirtieron de que no lanzasen cohetes sobre zonas civiles y precisamente la definición de “línea roja”, esa que los milicianos rebeldes no han podido cruzar todos estos días, es exactamente eso: la línea que divide lo militar de lo civil. Les advertimos primero (no disparéis sobre zonas civiles) y al no cumplirlo a lo largo del día nos han dado el mecanismo legal para actuar, ahora sí, de manera contundente.

Mañana veremos. Saldré de Misrata a las seis y media e iré hasta donde me dejen ir. A ver si se puede presenciar esto del ataque aunque, ¿por qué será que no me lo acabo de creer?

miércoles, 15 de junio de 2011

Día veintitrés: desminando con un palo – La razón y el corazón


Como periodista, uno tiene que estar interesado por todo. En Misrata, la presencia de extranjeros es algo excepcional, y si encima son periodistas, la reacción de la gente está entre la fascinación, la solidaridad y el agradecimiento a que vengamos a “contar al mundo” lo que está pasando en su ciudad. Mucha gente se acerca al hotel a intentar que nos interesemos en los múltiples ejemplos de brutalidad del régimen caído. Pero claro, lo que para la gente es importante e interesante, y digno de mostrar, nosotros lo vemos de otra manera: es en el fondo irrelevante, o es difícil que sea publicado en este momento, o incluso nunca. Pero nunca se sabe, así que yo he perdido mañanas y tardes enteras siguiendo la pista de historias de las que no ha salido ni una sola foto.

Así que cuando anoche, uno de los empleado del hotel me dijo que hoy a las ocho habría un tipo para llevarme a ver “unas armas chinas”, lo cierto es que no me apeteció mucho. Además, las ocho en este país significa “no antes de las doce” y yo quería ir al frente después de varios días sin ir y no quería perder la mañana esperando. Para mi sorpresa, a las ocho en punto había un coche con ingenieros del grupo de apoyo al consejo local de Misrata esperando en el coche y (un poco también para mi sorpresa) me fui con ellos a ver qué era eso de las armas chinas.

Las armas chinas resultaron ni ser armas ni ser chinas. Conducimos por la carretera sudeste, hacia el frente de Tawarga, y a unos veinte kilómetros de la ciudad paramos en medio de la nada: por detrás el perfil industrial de la planta de acero y el puerto; por todas partes una llanura reseca y punteada de arbustos diminutos y manchas de sal. Hacia el este, confundiéndose con el horizonte, un grupo de camellos semisalvajes. Bajo una enorme torreta de alta tensión, un pequeño campamento de civiles con sus obligatorios kalashnikov, pick-ups, fuego para el té, neveras portátiles… El conjunto estándar libio. Detrás de ellos, una alambrada de espino que rodea una extensión de terreno minado. Aunque se habían encontrado explosivos en la ciudad (restos de los terribles enfrentamientos de hace dos meses), es la primera vez que en Misrata se encuentran minas.

Pero la sorpresa no sólo no acaba aquí  sino que lo mejor estaba por empezar. Dos tipos se dedican a desminar. Sin ningún tipo de protección, sin marcar el terreno ni cartografiarlo, y utilizando como única herramienta de trabajo… Uno de ellos un palo de madera (la mitad de un taco de billar) y el otro un elemento similar de aluminio, a todas luces proveniente de una cortina de ducha. Me quedo tan atónito que tan sólo empiezo a hacer fotos cuando ya están dentro del campo minado. El procedimiento es sencillo: rascan el suelo un poco con su palo y, sin nada explota, ponen ahí el pie. Por alguna señal que les debe llegar del más allá, de vez en cuando se paran, se agachan, limpian el suelo, desentierran un cilindro plástico diminuto donde está insertado un detonador que desenroscan con cuidado antes de guardar todo en una bolsa. Y así siguen, moviéndose, girando, estirando las piernas como si estuviesen haciendo ejercicios de Tai-Chi: van hacia delante, retroceden, se mueven hacia los lados, giran otra vez, se estiran un poco más, uno delante del otro con sus gafas de sol y su gorro, en medio de la inmensidad del Sahara que empieza aquí.

Viene más gente, entran y salen del campo minado pisando por un caminito estrecho que se ve que han recorrido muchas veces, me animan a acercarme al sitio donde los dos “expertos” no dejan de sacar pequeñas minas.

Y entonces pienso, y al mismo tiempo también siento el instinto: pienso que no me va a pasar nada, que es evidente que por allí andan constantemente estos tipos y que puedo pisar sobre sus huellas; pienso que si limpian de esta manera, es imposible que las minas estén activas y de hecho no le han explotado a nadie (excepto por un camello que, parece ser, anduvo por aquí hace unos días, pero en realidad no está muy claro qué le pasó al pobre animal); y sin embargo el instinto me dice que no, que cruzar el alambre de espino es cruzar un límite innecesario. Y puede la razón y me adentro unos pasos hasta situarme allí donde puedo hacer fotos con el 28mm a gusto, aunque no me mueva un centímetro de mi sitio mientras un señor despreocupado de todo se gira sobre sí mismo para alcanzar una mina aquí, otra más allá, una tercera a la derecha que desentierra en un santiamén para ponerlas a mi lado, una pila de diminutos cilindros de plástico a un lado y una pila de pequeños detonadores a otro.

Durante un rato fotografío sin pensar, es sólo después cuando las explicaciones empiezan a surgir: parece ser que los soldados de Gadafi minaron esta zona para proteger dos lanzadores de cohetes Grad que en aquel momento tiraban sobre la ciudad y que ahora no son más que una pila de escombro y chatarra después de que la OTAN pasase por aquí hace alrededor de un mes. Y me imagino a un jefe cualquiera señalando con una mano la pila de cajas con las minas y al otro la extensión vacía, y a tres chavales cualesquiera, temblorosos y asustados, asegurándose que ninguna de esa cantidad inmensa de minas que están enterrando por todas partes les estalle en las manos.

Porque me dice la razón que a estos señores que voluntariamente y sin ningún tipo de ayuda ni reconocimiento por parte de nadie, ni entrenamiento ni formación específica de ningún tipo, no es posible que a estas alturas no les haya estallado ninguna mina en las manos. En dos horas han recogido 87 minas, que apilan en cajas de madera y se llevan por ahí.

No puede ser de otra manera, y sin embargo en esta guerra tan absurda y loca como todas las guerras son en un sentido u otro, los verdaderos héroes no van a tener jamás una estatua con su nombre en ningún sitio.



martes, 14 de junio de 2011

Día veintidós: pensar en el futuro


Lo siento, Eduardo. Las fotos me gustan, pero no hay demanda de Misrata. El mundo está pendiente de Siria

Soy un fotógrafo freelance, como casi todos los fotógrafos lo son hoy día: no tengo contrato y envío mis fotos a una agencia que me paga cantidades misérrimas con las que no cubro costes operativos, por no hablar de amortización de equipo, contribución de autónomos, una hipoteca o lujos por el estilo. Mi equipo de seguridad me lo ha prestado Reporters Sans Frontières, y el seguro médico y de repatriación que he contratado me lo pago de mi bolsillo.

Ser fotógrafo de guerra es jugar a la lotería por partida doble: primero te la juegas en el frente, donde eres capaz de controlar las variables de la peligrosidad tan sólo hasta cierto punto. Al cabo, una guerra es una guerra y el día más tranquilo puedes acabar en una caja de pino, incluso con tu flamante chaleco y tu a priori impenetrable casco. Uno es cauto, se arrima pero intenta no exponerse a riesgos innecesarios, en el fondo y siendo honestos, no es ni mi libertad la que está en juego en Libia ni mi familia sobre la que apuntan las armas del otro, y al fin y al cabo, nadie me ha obligado a venir aquí. Pero no hay otra manera de hacer buena fotografía de guerra que acercarse al jaleo.

Por las tardes vuelvo del frente, o de donde haya estado ese día, con las fotos en las cámaras. Descargar al ordenador, editar, enviar a la agencia. A veces las fotos son buenas, otras veces no lo son tanto por muchas razones: no ha habido acción, no he tenido suerte o no he sabido ver. A media tarde envío (y mi hora límite en Libia son las seis de la tarde, justo en el momento del día cuando la luz es mejor) y espero la respuesta de la oficina de El Cairo. La segunda lotería es ese correo de vuelta, que puede que me diga que sintiéndolo mucho, con sudor o sin él, tanto si las balas te han pasado rozando como si me he pasado el día tumbado, hoy al mundo no le interesa Misrata lo suficiente. Nadal ha ganado en París, hacía calor y el perro de la Casa Blanca se ha echado la siesta, en cinco años todos utilizaremos el último aparato de Apple y quienes no lo hagan serán unos paletos. Da lo mismo, por lo que a mí respecta, ese día no hay ingresos.

Todo esto no es una queja lanzada al viento anónimo de la blogosfera, más bien una puntualización para contradecir el espíritu romántico que rodea la figura del fotógrafo de guerra: ¿un tipo aguerrido y sin afeitar, idolatrado por las mujeres, que se lanza en paracaídas detrás de las líneas enemigas, que lo mismo desembarca en Normandía el primero que se infiltra con los mujahideen y pasa de contrabando fronteras por pasos de montaña escondiendo sus carretes en el dobladillo de la chaqueta? En la mayor parte de los casos, más bien un trabajador precario que se gasta sus ahorros para ir a la guerra, con la ilusión de saltar lo suficientemente alto y que se fijen en él los todopoderosos editores de las agencias o de los medios importantes. Aquí el ideal no es la revolución ni la libertad sino un contrato.

Claro, que también en el mundo del fotoperiodismo hay clases y cielos: un contrato con una agencia o con un gran medio internacional es la clave del éxito, el paraíso de los escogidos que viajan con una cuenta de gastos, se alojan en los mejores hoteles y lo mismo llevan un ayudante que dos, chófer, traductor, lo que haga falta.

Con todo, lo más importante no es ni el talento, ni el trabajo duro, ni la comercialización correcta de tu trabajo, todos ellos necesarios. Lo realmente importante, sin lo cual es imposible ser un buen fotógrafo, es creer en lo que haces. El entusiasmo, el convencimiento de que lo que haces es lo más importante que podrías estar haciendo y además y sobre todo, que es importante para aquellos a quienes enfocas.


lunes, 13 de junio de 2011

Día veintiuno: volteando la mesa


El frente más cercano a Misrata es Ad Dafiniyah, a unos 25 kilómetros al oeste. Los cohetes Grad que disparan “del otro lado” pueden caer a unos cinco kilómetros más cerca, puesto que el objetivo no es la ciudad (por el momento) sino las posiciones de los soldados rebeldes. Eso hace una distancia de veinte kilómetros de los impactos.

Desde mi habitación en el hotel, desde cualquier parte de la ciudad, en realidad, se oyen y se sienten los impactos de los cohetes. Algunos días un poco más (parece ser que en estos temas influyen la dirección del viento y puede que la limpieza del aire y su nivel de humedad), algunos días un poco menos, pero si uno necesita un buen indicador de qué está pasando en el frente, sólo tiene que aguzar el oído.

Yo hoy quería ir al frente al menos un rato, el plan de todos los días. Pero no ha hecho falta aguzar mucho el oído para percibir la enorme cascada de proyectiles que las fuerzas leales a Gadafi han soltado hoy sobre Ad Dafiniyah. Ése ha sido el sonido constante durante el día, un martilleo que a veces hacía temblar ligeramente los cristales. Si de los ataques de anteayer se decía que habían caído trescientos misiles, hoy han debido caer más de dos mil. Y marcando el límite de lo que estoy dispuesto a arriesgar precisamente en los ataques masivos con misiles, me he quedado en Misrata.

Siempre hay un plus ultra en el catálogo del horror. Hoy en el hospital de Hikma he visto cuerpos sin cabeza, miembros despedazados, dos médicos sosteniendo el brazo de un hombre que apenas se sujetaba a su cuerpo (y que fue amputado poco después), cadáveres alineados en habitaciones a rebosar, hombres llorando como niños en el hombro de sus compañeros, un soldado con enormes huecos sangrantes donde deberían estar las rodillas, un abdomen abierto con la mirada en el vacío. Y así podría seguir, uno por uno, contando hasta más de treinta fallecidos y ciento cincuenta heridos, y ni uno sólo de ellos por impactos de bala. Y podría hacer un análisis detallado pero sólo añadiría cantidad, y harían falta muchas palabras para describir con veracidad el horror.

Me he encontrado en el hospital a Khalil, mi amigo de la posición dos, que ha perdido a dos de sus mejores amigos y de manera continua, sin apenas tiempo para pensar, ha partido a enterrarles. Me ha contado cómo ha pasado todo: los rebeldes hicieron una incursión temprano, como tantos otros días. Tomaron dos tanques y parece que mataron algún soldado enemigo. Luego se fueron retirando y es cuando comenzaron a recibir fuego enemigo, tanques mientras estuvieron a tiro y después misiles Grad. Muchos Grads, todo un día entero, miles de proyectiles que inmediatamente pusieron en marcha las ambulancias, desbordaron los hospitales, destrozaron no sólo la vida de los soldados muertos hoy sino también la esperanza y la moral de las tropas.

En la cadena de eventos le ha faltado el hecho de que ayer, por fin, la OTAN atacó el frente de Misrata. Qué irónico que el acontecimiento que todos esperaban con tanta ansia, haya pasado casi desapercibido. Es cierto que fue un ataque relativamente pequeño, apenas cinco golpes de avión (nada de helicópteros Apache de momento) sobre el frente que ha debido dejar algún que otro tanque y vehículo calcinado. Una especie de aviso al que Gadafi ha contestado de manera contundente.

Cómo cambian las cosas en tan sólo un par de días. Cuán fácil es sentirse preparado para la victoria, qué rápido es el engaño de pensar que el dictador está en las últimas, que basta un leve empujón para hacerle caer. Gadafi ha instaurado un reino del terror que probablemente es aún más estrecho en las partes del país que aún controla. No tendrá el cariño de los libios, no tendrá soldados dispuestos a defender su causa pero lo que sí tiene es una cantidad enorme de armamento y unos bolsillos enormes que le permiten gastar y gastar en munición. Y fronteras imposibles de controlar, porque no digo nada nuevo al afirmar que el comercio de armas es de los negocios más sucios e incontrolados del mundo. Con Sudán, Chad, Níger o Argelia como vecinos, con todo un desierto inmenso e imposible de controlar… ¿Quién impide al tirano mantener este mismo ritmo de martillo durante meses y años?

Porque repentinamente los cálculos podrían ser otros. En la última semana, entre fallecidos y heridos, los rebeldes han perdido quinientos hombres. Precisamente su mayor capital, su mejor baza.

Hoy la ciudad estaba cerrada a cal y canto, Misrata estaba en silencio excepto por los rumores constantes de la guerra, por las sirenas de las ambulancias y por el constante sonido de “Alla-hu Akbar”, Alá es el más grande, que provenía de las mezquitas.

Al final del día se me ha ocurrido, como corolario y sin estar descubriendo la rueda, que parece mentira hasta qué punto el mundo se divide en poderosos y pringados. Los muertos los ponen las familias normales, que esta noche y hasta el fin de sus días llorarán la muerte de un hermano, un hijo, un primo, un padre. Y sus muertes servirán de poco porque la guerra de Libia no se va a decidir (ahora ya está claro) ni en Ad Dafiniyah ni en los otros frentes sino en despachos a miles de kilómetros de aquí, y no será porque Gadafi tiranice a su pueblo sino porque alguien haya perdido cinco puntos en las encuestas de intención de voto y necesite mostrar un lado un poco más duro, o distraer a su opinión pública, y apretará unos botones o hará unas llamadas. Es irónico pero al mismo tiempo un reflejo de lo podrido que está el mundo, el hecho de que en el fondo será para bien, porque cualquier medida que termine con esta guerra y con cuarenta y dos años de tiranía en este país, me parece bienvenida. Hoy el final, sin embargo, parece un poco más lejos que ayer.



domingo, 12 de junio de 2011

Día veinte: de resaca


No siempre ocurre, pero hay veces en que los acontecimientos del día se arrastran hasta el día siguiente, lo condicionan. Como si veinticuatro horas no fuesen suficientes para contener las emociones de un día.

Hoy he salido tarde del hotel y ¡oh, extravagancia! he andado por las calles de Misrata. Es raro porque en esta ciudad nadie camina por la calle jamás, o quizá lo hiciesen los inmigrantes en su momento, pero ahora no están y las aceras están siempre vacías.

Y lo mismo que caminar, el resto de mis actividades han estado guiadas por el impulso, por la inercia de todo lo que pasó ayer.

No sólo del frente vive el fotógrafo de guerra, para hoy tenía pendientes algunas de esas historias que contrastan con la violencia y complementan las fotos de acción: unos chavales que hacen hip-hop y hasta graban sus propios CDs, por ejemplo. Pero no estaban todos y lo hemos dejado para mañana. Siguiente idea: instalaciones de entrenamiento para los militares que salen luego al frente; pero no aparecen en el lugar de la cita. Por último la visita diaria al frente, después de la comida en el caso de hoy. Allí no está pasando nada más que el refuerzo de las posiciones rebeldes: abren contenedores para llenarlos de arena, levantan nuevos parapetos con excavadoras. Es una mala señal, indica que las posiciones se solidifican más y más, que la guerra durará.

Por la noche toca rueda de prensa. El representante militar de los rebeldes, Ibrahim Beit Al-Mall, también jefe de la policía, un tipo con una cara siniestra y durísima y una mirada de acero a quien me encantaría hacer un retrato, nos cuenta otra vez historias para no dormir: que los rebeldes tomaron Tawarga pero retrocedieron para proteger a las mujeres y a los niños; que Gadafi droga a sus tropas para que le sean leales (exactamente la misma acusación que el dictador ha dicho tantas veces de los rebeldes); que ayer mataron más de cien soldados enemigos… Con ruedas de prensa como ésta, quién necesita la realidad.

P.D. sobre los comentarios en el blog: a partir de hoy, he decidido cancelar la posibilidad de dejar comentarios en el blog, y he borrado los comentarios de días anteriores. En este blog explico mi experiencia como fotógrafo en la guerra de Libia, e inevitablemente lo personal se mezcla con la política. Pero no es un espacio para discutir sobre quién lleva razón en la guerra, ni para hacer apología de un dictador, y menos aún para hacerlo desde el anonimato. No me molesta, pero no es el sitio. Agradezco los comentarios positivos que hasta ahora he tenido, y animo a quien me quiera comunicar algo constructivo (positivo o no) a que lo haga a través del formulario de contacto de mi página web: http://www.eduardodefrancisco.com/es/Contacto.html



sábado, 11 de junio de 2011

Día diecinueve: días de muerte y duelo


Misrata es una ciudad de contrastes y de emociones fuertes. Si todo el mundo parece vivir como si fuese el último día de su vida, es porque realmente puede que lo sea. La ciudad vive el momento, el día a día, sin pensar ni plantearse qué puede pasar mañana, el mes que viene, el próximo año y sobre todo, el día en que Gadafi no exista. Gadafi es hoy más que nunca el eje de la vida de los libios, su principal punto de referencia, el objeto de su odio más visceral. Se le maldice, se desea su muerte todo el rato, se le achacan los males más diminutos. Forma parte de esa misma sensación intensa de vivir el momento, es su lado negro, el demonio necesario en el que reflejar su unión, su solidaridad, sus esperanzas de futuro.

Hoy el frente de Ad Dafiniyah estaba prácticamente vacío. En las posiciones avanzadas, un puñado de hombres se acurrucaba detrás de los contenedores. Entre posición y posición, habitualmente un jaleo de coches y kalashnikovs, con colchones y mantas por todas partes, hoy no había nada.

Anoche, en la televisión libia, el dictador dio uno de sus discursos grandilocuentes. Se iba a vengar, dijo, iba a erradicar a los rebeldes, a matarlos como ratas, a contraatacar. Y dicho y hecho, a partir de las cinco de la mañana, sobre todos los frentes de Misrata han empezado a llover las bombas: morteros pero sobre todo misiles Grad, la evolución de los Katyusha soviéticos, con alcance y puntería mejorados. Con regularidad y con intensidad, del cielo caía la muerte sobre Misrata. Ad Dafiniyah, Abderuf, Tawarga, los tres frentes de la ciudad arden hoy y desde el mismo centro de Misrata se puede oír cómo retumban los misiles.

Khalil, amigo del puesto dos con el que ya he compartido un par de incursiones, resume lo que todos piensan: “¿Qué pasa con la OTAN? ¿Dónde están? Mientras ellos piensan y deciden, nosotros todos los días enviamos hombres al cementerio”.

Hoy no había símbolos de victoria ni gritos de ánimo. Nada se puede hacer contra un misil, que mata allí donde cae, la pelea es tan desigual que los soldados se desesperan. A fin de cuentas no son profesionales de la guerra sino civiles con un arma en la mano, ciudadanos de a pie que hasta hace muy poco tiempo se dedicaban a sus asuntos y hoy se ven metidos hasta las cejas en una guerra sin comerlo ni beberlo. Hoy están desmoralizados, irritados, tremendamente frustrados ante esta lotería de la muerte.

Pero no me da tiempo a pensar mucho: un misil cae a unos doscientos metros, esto es peligroso, decido irme al hospital del frente.

Van llegando heridos. Un hombre se desangra, sobre él hay un bosque de brazos levantados con sueros y sangre. Un médico le practica una traqueotomía y de repente un tubo de plástico le surge de la garganta, pero no hay tiempo para casi nada, pierde el pulso y muere con una rapidez que me aterra, y de la misma manera es envuelto en una manta, retirado. No sé cómo ha pasado, la irrealidad del momento contrasta con el hecho de que tengo fotos. Y se supone que las fotos reflejan la realidad.

Un trabajador lava el suelo salpicado de sangre por debajo de la camilla. Empuja el líquido rojizo hacia la calle, la sangre se desparrama sobre la tierra del exterior, desapareciendo al instante, absorbida por la arena. El sol termina de secar el cemento, los médicos van a lavarse y descansar. Queda un hueco vacío y un profundo silencio allí donde un hombre acaba de perder la vida.

Jalal, uno de los trabajadores del hotel, es un hombre mayor, amable y paciente. Ayuda a los periodistas en todo lo que puede, lo ha hecho desde el primer día de una manera natural y espontánea. Hoy, sin embargo, ha fallecido su sobrino en el frente de Tawarga, y me acerco al entierro. No es la misma persona que vi morir por la mañana pero fácilmente podría haberlo sido, y éste, el último y definitivo eslabón. Los hombres rezan, una multitud seria, que forma líneas horizontales frente a un ataúd sencillo de madera de pino. Una mezquita simple, un pequeño cementerio de barrio plagado de tumbas de tierra o cemento. La sencillez de los cementerios musulmanes.

No serán más de quince minutos, lo que se tarda en finalizar todo el ritual. El cuerpo sin vida del joven se trasvasa de un cajón a otro, se cierra la tapa, se cubre todo con algas de mar, con tierra, con piedras. Se riega. La multitud no deja de cantar “Shahid habib Allah”, los muertos en combate son amados por Allah. Un hombre clama contra Gadafi, da un discurso que trata sobre agravios que serán vengados, injusticias que no se permitirá que continúen, justicia que habrá de llegar tarde o temprano, en este mundo o en el siguiente. El consuelo es superficial: los familiares rompen en sollozos, se abrazan, reciben el pésame de todo el mundo.

Y otra vez, y por segunda vez hoy, todos se van a casa y el trasfondo del ruido del tráfico tan sólo acentúa el silencio tan profundo que oigo, el abismo de vacío que es la única alternativa a pensar en un hombre que apenas unas horas antes desayunaba y partía hacia el frente.

En el hospital de Hikma han pegado una lista a una pared: diecisiete nombres, diecisiete muertos en lo que va de día es el resultado de la venganza de Gadafi sobre la ciudad. Decenas de heridos, un número incontable de hombres y mujeres que esta noche sufrirán de duelo y dolor.



viernes, 10 de junio de 2011

Día dieciocho: las líneas rojas


Junio avanza, la primavera termina, se acerca el tórrido verano… Y la guerra sigue y sigue. Retomando la pregunta que ayer se hacía Ahmed, el médico del hospital del frente… ¿Por qué la OTAN no acaba con Gadafi de una vez?

Por un lado está lo militar, y por el otro está lo político. Según lo que he visto en el frente, no creo que a los soldados rebeldes les costase mucho desbordar las líneas de Gadafi y lanzarse sobre Trípoli. Si el dictador tiene armamento pesado, para eso está la OTAN: con protección aérea los milicianos no tendrían mucha oposición, y serían pocos los soldados del ejército libio que defendiesen a su líder hasta el final. Parece claro que los países de la OTAN estarían interesados en acabar esto lo antes posibles por toda una serie de razones: el coste de la intervención en un momento de crisis, ejércitos que ya están implicados en otras guerras, la creciente dificultad de justificar el bombardeo de objetivos militares que no están a su vez bombardeando civiles (y por tanto excederse en su mandato de proteger civiles), y el riesgo de que el conflicto se paralice y se convierta en una larga sangría en un país que pierde el entusiasmo y el idealismo del momento. Libia podría recordar a Afganistán después de la expulsión del ejército rojo.

Pero a mi entender, lo que la OTAN no quiere es que Libia recuerde no ya a Afganistán sino a Iraq. Sigue sin estar claro cómo las filiaciones tribales afectarían las luchas de poder en una Libia post-Gadafi. Sigue sin saberse qué tipo de arreglo tendrían las diferentes facciones del Consejo Nacional de Transición (varios grupos de influencia en Bengasi más los de Misrata, los de Trípoli eventualmente, los de las ciudades que van siendo liberadas), qué pasaría con el aparato del estado (en Iraq, el proceso de “de-Baathificación” del país fue el mayor de los desastres), hasta qué punto llegarían las venganzas con los que fueron leales al dictador depuesto. Y claro, quién se lleva los lucrativos contratos de extracción de petróleo en la nueva Libia y si los antiguos (firmados con el tirano por varias empresas occidentales, entre ellas Repsol) siguen en vigor.

Hay también algunas particularidades del país que hay que tener en cuenta. Si entre Misrata y Zlitan o Tawarga, que son ciudades vecinas, no se llevan nada bien; si entre los del este (la antigua Cirenaica) y los del oeste (Tripolitania) a veces parecen pertenecer a países diferentes; si la liberación por parte de soldados de otra ciudad puede ser vista como una humillación… ¿Qué entidad tiene, en realidad, la nación libia liberada? Detrás de las banderas, de las canciones patrióticas en la plaza de Sahat Al-Hout cantadas a pleno pulmón por decenas de niños, de las fotografías omnipresentes de los antiguos combatientes coloniales, ¿hay un espíritu nacional ante el que las otras filiaciones vendrían a menos?

Así que no me parece descabellado que sí, que la guerra debe terminar pronto pero no demasiado pronto. El tiempo justo y suficiente para que esté más o menos claro cuál sería la particular hoja de ruta para pilotar una transición hacia un gobierno estable.

Y así surge el concepto de línea roja. Que el ejército rebelde no puede traspasar. Más allá de la cual, la OTAN no garantiza su apoyo. Las líneas que una y otra vez los oficiales de la OTAN niegan que existan y por su lado los rebeldes (soldados y comandantes, incluso a veces en declaraciones oficiales) dicen que sí que existen. De manera que da lo mismo que en Ad Dafiniyah se hagan incursiones todos los días, no importa si se conquistan dos, diez o veinte kilómetros: acabado el ejercicio, retirados los soldados muertos o el material incautado, jugándose la vida por creer en lo que están haciendo, los soldados rebeldes tienen que volver a la casilla cero, a la carretera de donde salieron, al punto de partida.

Y lo demás es juego: ir golpeando a Gadafi (pero no mucho), no dejar que caigan las ciudades rebeldes (pero tampoco liberar otras nuevas, más bien animar levantamientos espontáneos, una clave importantísima de esta guerra), animar a la población con ataques de helicópteros mágicos que luego o no llegan (Misrata) o son mínimos (Brega), y entretanto esperar cómodamente en una situación que en el fondo beneficia a la alianza atlántica, pues les pone en el control de una guerra extraña en un momento en que varios de los países líderes de la ofensiva tienen elecciones dentro de poco.

jueves, 9 de junio de 2011

Día diecisiete: diez kilómetros dentro del frente


Levantarse, desayunar, coger chaleco y casco, recorrer los 25 kilómetros hasta el frente… Una rutina, a estas alturas, como la de cualquier otro trabajador del mundo. Unos cogen el metro y encienden el ordenador, yo subo en pick-ups conducidas por psicópatas de la velocidad que luego se lían a pegar tiros mientras yo les hago fotos. No hay tanta diferencia.

Hoy la historia era, de nuevo, buscar alguna evidencia de los ataques de la OTAN. Llego a Ad Dafiniyah con un compañero que escribe para el periódicos británico The Guardian. Caen morteros, hay fuego en la distancia, aparece un tipo con una excavadora y dos soldados de Gadafi atados en el capó. Me lanzo a fotografiarles pero de repente me topo con lo que parece ser el único tabú fotográfico de esta guerra, porque uno de los médicos me prohíbe hacer fotos e insiste en que las borre. En una ciudad donde no hay problema en hacer fotos a los cadáveres, a los heridos, a equipos de médicos en medio de una intervención de urgencia… ¿Cuál es el problema? No hay una explicación clara, e intuyo (porque ya lo he presenciado en otros sitios) que los rebeldes tienen un sentido muy claro de qué quieren que se muestre fuera. Y aunque para mí nada tiene de particular llevarse los cadáveres de los enemigos de esa manera, la escena tiene unas reminiscencias de salvajismo que no es conveniente mostrar.

(En un aparte, he de decir que, como hombre, no puedo hacer fotos de mujeres, ni siquiera paseando por la calle. Otra vez me encuentro con ese cincuenta por ciento de la sociedad libia que va a ser totalmente invisible para mi cámara).

Me muevo hasta la posición número dos, entro inmediatamente por la carretera que conozco de antes, allí donde ya me parece evidente que se concentran los ataques rebeldes. Hoy han sido las tropas enemigas las que han atacado muy de mañana, y es evidente que a los de aquí no les ha gustado nada. Llegamos a una mezquita donde se han concentrado los coches, preparándose para atacar más allá. Y es tan sólo una cuestión de minutos, porque los soldados tienen muchas ganas de pelear. Se encomiendan a Allah, y allá que vamos, avanzando a pie de un parapeto a otro, apenas cubiertos por pinos y eucaliptus, disparando ráfagas antes de saltar sobre los olivares, que se recorren aprisa. Los rebeldes empujan fuerte, veo las ametralladoras montadas en los coches disparar, turnándose en una dinámica que ya me es conocida: cargar los cañones de 14.5 ó 13 mm, avanzar marcha atrás entre gritos de ánimo y a toda velocidad, parar en una posición más allá de donde están los soldados a pie, descargar el arma hacia puntos más o menos indefinidos hasta que la ametralladora se encasquilla, golpear la ametralladora, gritar al conductor, volver a toda velocidad a la protección de la retaguardia. Hay también algún que otro descerebrado que, a pecho descubierto, salta sobre la protección de los terraplenes y dispara sin miedo.

Puedo ver, a lo lejos, a un grupo de soldados de Gadafi. Me parecen un poco desprotegidos, sobre la carretera. Uno dispara de repente su kalashnikov con una cierta timidez, dadas las circunstancias, y los rebeldes responden con una cantidad desproporcionada de fuego: cañones de 13mm, ametralladoras, kalashnikovs… Para cuando el humo nos deja ver, no hay ni rastro del enemigo.

La guerra, o al menos esta guerra, es una cuestión tanto de recursos como de psicología. Los rebeldes están motivados porque están librando su país de un dictador psicópata. Pelean en su ciudad, defienden a su familia, han sufrido un mes y medio de una terrible guerra urbana donde todo el mundo ha perdido un familiar cercano. Sienten dentro de sí un ímpetu revolucionario, liberador. Se creen protagonistas de su propia historia, y son conscientes de que están escribiendo páginas en la historia de su país. Ante todo esto, ¿qué puede motivar a un soldado leal a Gadafi? Mercenarios del sur del país (o extranjeros) que luchan por un perturbado que se va quedando solo por momentos. En su lugar, yo no dudaría en tirar el arma y salir corriendo.

Calculo que estamos diez kilómetros dentro del frente, y varios soldados me confirman que la siguiente ciudad, Zlitan, están tan sólo cinco kilómetros más allá. Hemos desbordado el frente, los malos están en desbandada, no hay una oposición digna de tal nombre… ¿Qué pasa aquí, por qué no avanzamos hasta tomar Zlitan?

Pero los rebeldes se han reagrupado, vamos a volver otra vez a nuestra línea de partida. Han subido una bandera tricolor (roja, negra y verde con una media luna y una estrella blancas en el centro) sobre el minarete de una mezquita donde parece ser que a menudo se alojan los francotiradores que les disparan. Al igual que yo, están sudorosos y cansados, pero exaltados por la victoria. Ahora las fotos de compromiso se repiten, y saltan y hacen el signo de la victoria para privilegio de mi cámara. Yo lo único que quiero es quitarme el chaleco y el casco, y cuando lo hago al salir del frente, tengo la camiseta empapada de sudor.

Pero el día no termina aquí, en realidad apenas son las doce del mediodía. Nos vamos al hospital de campaña, un puesto avanzado a siete kilómetros del frente donde se estabilizan a los heridos antes de enviarlos a Hikma, el hospital principal de Misrata. Nada más llegar, hay dos hombres en sendas camillas y un grupo de médicos se atarea intentando resucitar a uno de ellos, que ha ingresado sin pulso ni respiración. La cabeza llena de sangre, electrodos en el pecho midiendo sus constantes vitales, goteros con suero y sangre… Dos médicos se turnan practicándole un masaje cardíaco y su pecho se hunde profundamente y se vuelve a levantar. De repente se apartan de él… Y le veo respirar, y me fascina ver su pecho subiendo y bajando como si jamás hubiese visto un cuerpo vivo. Con la misma eficiencia, con diligencia profesional absoluta y una coordinación propia de un ballet, desconectan cables y recogen tubos, le mudan a una camilla y se lo llevan en una ambulancia. Cinco minutos después, sin embargo, vuelven a entrar. Ha perdido de nuevo las constantes vitales y esta vez, quince minutos de rehabilitación sólo sirven para concluir que ha muerto, que no hay nada que hacer. No es un soldado más, es un hombre que acaba de morir delante de mis ojos, que hace apenas cuatro meses no habría podido ni siquiera concebir que su vida iba a acabar en una camilla con una herida profunda en la cabeza, encharcado en su propia sangre.

Otra vez el frío profesionalismo de los médicos. Le recogen, limpian lo que ya es un cadáver, comienzan los ritos funerarios atando los dedos de los pies y las rodillas, envolviéndole en una manta. No sé qué pensar, no sé qué hacer, fotografiar es de repente irrelevante e innecesario, dos de sus camaradas del frente lloran desconsolados.

He visto tantas atrocidades, que aunque siempre sonrío, por dentro no dejo de llorar. Hago esto porque soy médico, ¿qué otra cosa podría hacer cuando hay gente muriendo a mi alrededor? Estoy aterrado, tengo miedo de venir a trabajar cada día, pero… ¿Cómo no voy a venir si hay hombres que están muriendo y yo soy médico?

Ahmed es uno de esos hombres que, rodeando a los heridos, parece no inmutarse cuando uno muere. Pero la procesión va por dentro. Su experiencia personal no parece estar lejos de sus opiniones políticas:

¿Por qué la OTAN no acaba ya con esto? O que no lo hagan: no necesitamos a la OTAN. Sólo necesitamos que nos dejen luchar, que nadie nos retenga, que nos den armas.

Vuelvo a Misrata. Paso la tarde atareado enviando las fotos de la mañana, viendo cómo en tan sólo unas horas mi trabajo comienza a resurgir en las páginas web de medios importantes de todo el mundo. Repito para mí que esto es importante, que no me arrepiento, que estoy haciendo un buen trabajo. Y es cierto y estoy convencido de ello, pero todos estos propósitos profesionales no me van a hacer olvidar.

Mañana no voy a trabajar. Quizá sea el momento de para un momento, dar un paso atrás, pensar en hacia dónde va esta guerra.