Hoy es uno de esos días en que al suerte cambia de minuto en minuto. La mañana fue toda perdida: la cita, a través de un compañero periodista, era con un industrial que mantiene operativa una planta de producción de acero. Junto al puerto de Misrata, a lo largo de avenidas enormes y vacías, en el lugar más desolado del planeta, pasamos junto a los desechos del campamento de emigrantes que fueron desalojados hace un par de meses. Palos plantados en la arena, curvados para formar chozas precarias que se cubren con trozos de plástico, diminutas madrigueras de medio metro de altura que han alojado familias enteras de africanos durante semanas. Inmediatamente me recuerda a los campos de refugiados de Darfur. A su lado, apenas doscientos metros más atrás, hay un conjunto de chalés adosados con su torre de agua, su muro protector (los guardas de seguridad en su puesto), sellado del mundo. Nos dicen que aquí se alojaban muchos trabajadores extranjeros, obviamente no los negros que limpiaban los váteres de la ciudad sino probablemente ingenieros, técnicos cualificados. Ahora, al menos, estas casas han servido para alojar a los agricultores evacuados de Ad Dafiniyah, donde el frente ha partido por la mitad la zona de cultivos.
En cualquier caso, no encontramos al señor en cuestión. Está reunido, está en otra parte, no ha pasado por aquí en toda la mañana. Volvemos, es mediodía, siento que puedo perder otra vez el día y, arrastrando mi chaleco antibalas y mi casco, me voy al frente de Ad Dafiniyah, mi favorito, donde la gente me conoce por mi nombre y yo conozco o me suenan la mayor parte de las caras. Hay siempre una recompensa en este tipo de intimidad, en conocer a la gente: hacer fotos no es una simple cuestión mecánica de apretar un determinado botón en un determinado momento. La fotografía, también el fotoperiodismo, es una interpretación de la realidad. Aplicar una visión personal a un determinado momento. Como en otras disciplinas periodísticas, la objetividad es un ideal inexistente hacia el que uno tiene que tender a sabiendas de que es inalcanzable. Más que objetivo, un fotógrafo debe ser honesto. Y para ser honesto, es imprescindible saber qué pasa por la cabeza de las personas que tienes delante del objetivo, conocerles bien, compartir su vida. Y en Misrata yo no paro de fotografiar soldados, así que no hay otra manera de hacer bien mi trabajo que pasar con ellos las tardes aburridas, comer juntos, compartir sus bromas y finalmente, ir con ellos cuando llega el momento de los tiros.
Esta vez no se trata de tiros. Mohammed, del puesto cuatro, me lleva hasta el extremo sur del frente, donde ya no hay carretera y se acaban los cultivos, más allá de los últimos trigales. Detrás de una tienda de campaña donde sestean unos cuantos soldados, ya no hay más frente. Y de allí, en dirección a donde se encuentran los soldados leales a Gadafi, nos vamos con una patrulla de reconocimiento. Los hombres caminan cautos, no se espera un enfrentamiento pero nunca se sabe. Otean el horizonte con los prismáticos, subimos una loma larga entre pinares, a veces al descubierto. En la altitud de un pequeño cerro, agachados, vemos el frente en su totalidad: la línea recta de la carretera que se pierde en dirección al Mediterráneo, al norte. A nuestra izquierda, en dirección oeste, la cuadrícula de las tierras cultivadas dibuja otra línea recta, que es la línea de parapetos de los soldados de Gadafi. Por detrás de nosotros, entrando en África… No hay nada. Campos yermos, resecos, el principio inevitable del Sáhara, donde no hay posiciones de ningún ejército hasta unos seis o siete kilómetros de distancia, donde empieza el frente de Abderuf.
Es chocante ver que entre una zona de combates y la otra no haya nada, un gran agujero, un vacío. Hay huellas de camellos en la arena, también de vehículos. ¡Sería tan fácil rodear las fuerzas rebeldes! Pero cada vez tengo más claro que en esta guerra hay piezas que no encajan. ¿Acaso no podrían los soldados de Misrata conquistar terreno? Por su parte, ¿no se supone que tenemos delante la famosa Brigada 32, el cuerpo de élite de Khamis, el hijo de Gadafi? ¿O es en Zlitan? ¿O quizá guardan al dictador en Trípoli? Oímos un avión por encima que sólo puede ser un caza de la OTAN. Y seguimos avanzando.
No se dejan de oír los cohetes Grad de un lado a otro, como un diálogo entre ejércitos que se llega a oír incluso desde Misrata, a treinta kilómetros de distancia. De repente, sin embargo, oigo un ruido de ametralladoras mucho más allá, hacia el oeste. Me dicen que es Zlitan, la ciudad que está justo ahora teniendo su propio martirio, donde se han sublevado grupos de ciudadanos como lo hicieron el 19 de febrero en Misrata. Así que esto, al menos, sí que es cierto: en Zlitan hay combates.
Como no hemos dejado de caminar, hay un momento en que estamos más allá de la línea de tropas de Gadafi. Vemos desde lo alto grupos de eucaliptus donde me dicen que se refugian, algo más atrás de donde nos encontramos.
Y entonces, cuatro o cinco de los soldados que van con nosotros sacan del bolsillo un teléfono móvil. Y se ponen a hablar con sus familiares de Trípoli. En seguida caigo: en Misrata no hay red de móvil, pero en este cerro avanzado seguramente llega la cobertura. La patrulla era de reconocimiento, sí, pero también sirve para algo más.