Levantarse, desayunar, coger chaleco y casco, recorrer los 25 kilómetros hasta el frente… Una rutina, a estas alturas, como la de cualquier otro trabajador del mundo. Unos cogen el metro y encienden el ordenador, yo subo en pick-ups conducidas por psicópatas de la velocidad que luego se lían a pegar tiros mientras yo les hago fotos. No hay tanta diferencia.
Hoy la historia era, de nuevo, buscar alguna evidencia de los ataques de la OTAN. Llego a Ad Dafiniyah con un compañero que escribe para el periódicos británico The Guardian. Caen morteros, hay fuego en la distancia, aparece un tipo con una excavadora y dos soldados de Gadafi atados en el capó. Me lanzo a fotografiarles pero de repente me topo con lo que parece ser el único tabú fotográfico de esta guerra, porque uno de los médicos me prohíbe hacer fotos e insiste en que las borre. En una ciudad donde no hay problema en hacer fotos a los cadáveres, a los heridos, a equipos de médicos en medio de una intervención de urgencia… ¿Cuál es el problema? No hay una explicación clara, e intuyo (porque ya lo he presenciado en otros sitios) que los rebeldes tienen un sentido muy claro de qué quieren que se muestre fuera. Y aunque para mí nada tiene de particular llevarse los cadáveres de los enemigos de esa manera, la escena tiene unas reminiscencias de salvajismo que no es conveniente mostrar.
(En un aparte, he de decir que, como hombre, no puedo hacer fotos de mujeres, ni siquiera paseando por la calle. Otra vez me encuentro con ese cincuenta por ciento de la sociedad libia que va a ser totalmente invisible para mi cámara).
Me muevo hasta la posición número dos, entro inmediatamente por la carretera que conozco de antes, allí donde ya me parece evidente que se concentran los ataques rebeldes. Hoy han sido las tropas enemigas las que han atacado muy de mañana, y es evidente que a los de aquí no les ha gustado nada. Llegamos a una mezquita donde se han concentrado los coches, preparándose para atacar más allá. Y es tan sólo una cuestión de minutos, porque los soldados tienen muchas ganas de pelear. Se encomiendan a Allah, y allá que vamos, avanzando a pie de un parapeto a otro, apenas cubiertos por pinos y eucaliptus, disparando ráfagas antes de saltar sobre los olivares, que se recorren aprisa. Los rebeldes empujan fuerte, veo las ametralladoras montadas en los coches disparar, turnándose en una dinámica que ya me es conocida: cargar los cañones de 14.5 ó 13 mm, avanzar marcha atrás entre gritos de ánimo y a toda velocidad, parar en una posición más allá de donde están los soldados a pie, descargar el arma hacia puntos más o menos indefinidos hasta que la ametralladora se encasquilla, golpear la ametralladora, gritar al conductor, volver a toda velocidad a la protección de la retaguardia. Hay también algún que otro descerebrado que, a pecho descubierto, salta sobre la protección de los terraplenes y dispara sin miedo.
Puedo ver, a lo lejos, a un grupo de soldados de Gadafi. Me parecen un poco desprotegidos, sobre la carretera. Uno dispara de repente su kalashnikov con una cierta timidez, dadas las circunstancias, y los rebeldes responden con una cantidad desproporcionada de fuego: cañones de 13mm, ametralladoras, kalashnikovs… Para cuando el humo nos deja ver, no hay ni rastro del enemigo.
La guerra, o al menos esta guerra, es una cuestión tanto de recursos como de psicología. Los rebeldes están motivados porque están librando su país de un dictador psicópata. Pelean en su ciudad, defienden a su familia, han sufrido un mes y medio de una terrible guerra urbana donde todo el mundo ha perdido un familiar cercano. Sienten dentro de sí un ímpetu revolucionario, liberador. Se creen protagonistas de su propia historia, y son conscientes de que están escribiendo páginas en la historia de su país. Ante todo esto, ¿qué puede motivar a un soldado leal a Gadafi? Mercenarios del sur del país (o extranjeros) que luchan por un perturbado que se va quedando solo por momentos. En su lugar, yo no dudaría en tirar el arma y salir corriendo.
Calculo que estamos diez kilómetros dentro del frente, y varios soldados me confirman que la siguiente ciudad, Zlitan, están tan sólo cinco kilómetros más allá. Hemos desbordado el frente, los malos están en desbandada, no hay una oposición digna de tal nombre… ¿Qué pasa aquí, por qué no avanzamos hasta tomar Zlitan?
Pero los rebeldes se han reagrupado, vamos a volver otra vez a nuestra línea de partida. Han subido una bandera tricolor (roja, negra y verde con una media luna y una estrella blancas en el centro) sobre el minarete de una mezquita donde parece ser que a menudo se alojan los francotiradores que les disparan. Al igual que yo, están sudorosos y cansados, pero exaltados por la victoria. Ahora las fotos de compromiso se repiten, y saltan y hacen el signo de la victoria para privilegio de mi cámara. Yo lo único que quiero es quitarme el chaleco y el casco, y cuando lo hago al salir del frente, tengo la camiseta empapada de sudor.
Pero el día no termina aquí, en realidad apenas son las doce del mediodía. Nos vamos al hospital de campaña, un puesto avanzado a siete kilómetros del frente donde se estabilizan a los heridos antes de enviarlos a Hikma, el hospital principal de Misrata. Nada más llegar, hay dos hombres en sendas camillas y un grupo de médicos se atarea intentando resucitar a uno de ellos, que ha ingresado sin pulso ni respiración. La cabeza llena de sangre, electrodos en el pecho midiendo sus constantes vitales, goteros con suero y sangre… Dos médicos se turnan practicándole un masaje cardíaco y su pecho se hunde profundamente y se vuelve a levantar. De repente se apartan de él… Y le veo respirar, y me fascina ver su pecho subiendo y bajando como si jamás hubiese visto un cuerpo vivo. Con la misma eficiencia, con diligencia profesional absoluta y una coordinación propia de un ballet, desconectan cables y recogen tubos, le mudan a una camilla y se lo llevan en una ambulancia. Cinco minutos después, sin embargo, vuelven a entrar. Ha perdido de nuevo las constantes vitales y esta vez, quince minutos de rehabilitación sólo sirven para concluir que ha muerto, que no hay nada que hacer. No es un soldado más, es un hombre que acaba de morir delante de mis ojos, que hace apenas cuatro meses no habría podido ni siquiera concebir que su vida iba a acabar en una camilla con una herida profunda en la cabeza, encharcado en su propia sangre.
Otra vez el frío profesionalismo de los médicos. Le recogen, limpian lo que ya es un cadáver, comienzan los ritos funerarios atando los dedos de los pies y las rodillas, envolviéndole en una manta. No sé qué pensar, no sé qué hacer, fotografiar es de repente irrelevante e innecesario, dos de sus camaradas del frente lloran desconsolados.
“He visto tantas atrocidades, que aunque siempre sonrío, por dentro no dejo de llorar. Hago esto porque soy médico, ¿qué otra cosa podría hacer cuando hay gente muriendo a mi alrededor? Estoy aterrado, tengo miedo de venir a trabajar cada día, pero… ¿Cómo no voy a venir si hay hombres que están muriendo y yo soy médico?”
Ahmed es uno de esos hombres que, rodeando a los heridos, parece no inmutarse cuando uno muere. Pero la procesión va por dentro. Su experiencia personal no parece estar lejos de sus opiniones políticas:
“¿Por qué la OTAN no acaba ya con esto? O que no lo hagan: no necesitamos a la OTAN. Sólo necesitamos que nos dejen luchar, que nadie nos retenga, que nos den armas.”
Vuelvo a Misrata. Paso la tarde atareado enviando las fotos de la mañana, viendo cómo en tan sólo unas horas mi trabajo comienza a resurgir en las páginas web de medios importantes de todo el mundo. Repito para mí que esto es importante, que no me arrepiento, que estoy haciendo un buen trabajo. Y es cierto y estoy convencido de ello, pero todos estos propósitos profesionales no me van a hacer olvidar.