“La primera vez que maté a un hombre no pude dormir en dos noches. Yo antes había lanzado granadas sobre edificios, o sobre posiciones donde sabía que había soldados de Gadafi. Pero aquella fue la primera vez que pude ver, con mis propios ojos y de manera totalmente cierta, que eran mis disparos los que había matado a alguien.”
De nuevo en el frente. Llego muy temprano y casi todos los soldados aún duermen. Pasa el camión del pan, de entre las mantas van surgiendo cabezas y después cuerpos medio dormidos, y hay té y café. Los del otro lado también deben estar durmiendo, porque no se oye un solo disparo.
La línea del frente se adentra en la tierra desde el mar, y está formada por cuatro puestos principales hasta desdibujarse hacia el sur, donde acaba Ad Dafiniyah y empieza la zona de Sekt. Entre los puestos hay grupos de soldados en una cierta continuidad. Hacia el oeste (el sentido contrario a la ciudad) hay una segunda línea paralela, más avanzada y al alcance de los morteros de las tropas de Gadafi.
Subo hasta el último puesto, donde ya estuve tres días atrás. Parte de los soldados ha cambiado, y en cabeza del puesto está Mohammed, un chaval de 22 años con evidente cara de buena persona. Ghidao, más jefe que él y que está en la casa cercana, me encomienda a Mohammed y le dice que me mantenga seguro, y ya desde el primer momento tengo la impresión de que eso no me va a interesar mucho.
Los soldados han matado un caballo que se acercaba por la carretera. Está avergonzados y horrorizados, pero era de noche y pensaron que sería una estratagema, que detrás del equino habría soldados escondidos, y nadie se cuestiona la lógica militar (o el sentido común) de tal afirmación. Ahora el pobre animal yace en el suelo, cerca como para que sea evidente su desgracia y demasiado lejos como para exponerse a acercarse y enterrarlo, que es lo que quieren hacer.
Mientras tanto hacen bromas y se quejan de la inactividad, todo el mundo dice que Gadafi es un asno, que no le matarán sino que le cortarán poco a poco y todo tipo de ocurrencias por el estilo.
“Ahora no nos damos cuenta, pero todo lo que está pasando es horrible. ¿Qué hago aquí empuñando un arma, si yo querría estar en Trípoli con mi prometida, y casarme?”
Mohammed, el jefe del grupo, en seguida se confiesa conmigo. Y me dice ese tipo de cosas que sólo se comparten con los mejores amigos o con un completo desconocido. Hemos estado toda la mañana esperando que pasase algo, pero el frente está tranquilo. A mediodía volvemos a Misrata en un coche que alguien le presta, y pasamos por la carretera de la costa. Hay restaurantes en ruinas, incluso alguna familia se baña como si esto fuese Ibiza. Allí su familia tiene una casa, y de vez en cuando va con un grupo de amigos. Llaman a una chica, le pagan entre todos y desfogan su frustración sexual.
Por la tarde se lo digo: le agradezco que constantemente intente que nos vayamos de donde está el jaleo, pero es que mi trabajo consiste precisamente en eso, en acercarme. Y dicho y hecho, allá que vamos, al puesto dos, en el que ya hace rato que se están oyendo fuego de mortero y ametralladora. No quiero que me siga, él es soldado pero no tiene por qué arriesgarse para estar conmigo.
Me sumo a un grupo de soldados que avanza sobre una casa, más allá de la línea donde están los últimos vehículos y la ambulancia. Hay escombros en el suelo de las habitaciones y las ventanas están todas destrozadas. Tan sólo vemos un burro que se mira tristemente en un espejo y que los soldados inmediatamente dicen que es Gadafi, la broma de siempre. Volvemos fuera y llegamos a donde está el último grupo de hombres. Caminamos a lo largo de una carretera estrecha que se adentra hacia el oeste, hacia las posiciones enemigas, pegados a un muro hasta llegar al último recodo. Los soldados rebeldes disparan sus ametralladoras constantemente, y lanzan granadas desde sus cohetes echados al hombro, los RPGs. Por encima de nosotros, se oyen los silbidos de los cohetes Grad y de los morteros que oímos caer detrás, donde están las ametralladoras rebeldes que nos cubren. En un juego que se repite una y otra vez, los rebeldes avanzan con las pick-ups y sus ametralladoras de 14.5mm ó 23mm montadas en la parte de atrás de las pick-ups unos veinte metros y descargan sobre las posiciones enemigas. Siempre buscando estar a cubierto, subo en uno de los pick-ups y al grito de “Alla-hu Akbar”, vamos adelante. Fotografío de manera casi mecánica, encuadrando rápidamente para que no se me escapen los momentos de acción, enganchado de manera precaria junto a Ahmed que, montado en su ametralladora, vacía los cargadores de su ametralladora de 14.5 milímetros y vuelve a por más. Un mortero cae cerca, una bala de ametralladora rebota en el suelo e impacta en uno de nuestros coches. Dos soldados tienen heridas en las piernas, hay un estruendo constante de armas de fuego y de gritos, el tableteo de las ametralladoras se funde con los silbidos de los cohetes Grad sobre nuestras cabezas y los constantes "Alla-hu Akbar" de los soldados.
Seguimos ganando terreno, se siguen turnando en disparar sobre el enemigo, y esta manera de empujar tiene su recompensa: en un momento determinado, alguien grita y los disparos van cesando: los soldados de Gadafi han huido, abandonando la posición donde han quedado un tanque una cantidad enorme de munición. Han dejado atrás, sin embargo, algo más: en el suelo hay un chaval herido, reconozco el bulto y me acerco corriendo, y voy haciendo fotos según me acerco hasta estar junto a él. Ha pretendido hacerse el muerto pero no le va a funcionar, los otros le gritan y le mueven. En ese momento se incorpora y me mira, o mira a la cámara que le dispara compulsivamente, casi sin encuadrar. Es un niño, no puede tener más de 17 años, le duele la herida que tiene en el costado y además está absolutamente aterrorizado. Es uno de los mercenarios de Gadafi, reclutado en la ciudad sureña de Sabah, de piel mucho más oscura que los hombres que le rodean. Cuando me mira, no puedo seguir haciendo fotos y bajo la cámara, pero ya se ha encogido sobre sí mismo y no le vuelvo a ver la cara. Le suben a un coche, se lo llevan para interrogarle. De repente, las fotos que tengo (que sé que son buenas) no valen nada frente a la desolación que siento.
Y lo demás es un fluir mecánico del tiempo: gritan victoria, recogen su botín de munición, disparan un poco más al vacío o a la lejanía de las nuevas posiciones enemigas y volvemos lentamente (todos cansados y sudorosos, ellos exaltados por la batalla) a las posiciones del inicio.
El día, al volver, está formado por impresiones puntuales, como recortes de tiempo que quedan vívidos en mi memoria. Contrapuntos de emociones. En el hospital Hikma me dicen que han muerto nueve hombres en el frente hoy (en su mayor parte por fuego de mortero y cohetes Grad), y por esas conexiones que la memoria hace involuntariamente, yo recuerdo (y miro en mis fotos) las etiquetas metálicas de dos de los cañones antitanque que he visto hoy: uno de ellos fabricado en Sevilla, el otro en Oviedo.
P.D.: las fotos van hoy en color porque así se publicaron. Lo siento, espero que no se vuelva a repetir.