Bashir Shalouf toca el laúd. Es un hombre de unos cincuenta años, delgado, que fuma constantemente. Parece un poco alejado del mundo y a años luz de los chavales jóvenes que dormitan, hablan de ordenadores, componen rap o hip-hop y conducen coches coreanos con ambientadores de coco. Bashir entra en la cabina de grabación y comienza a tocar su instrumento despacio, con una cadencia reposada; y canta una canción de la que sólo puedo entender su tristeza y su melancolía. Bashir Shalouf perfora con su música esta burbuja tecnológica en la que estamos metidos y de repente parece que la guerra no fuese más que el último episodio de una tristeza de siglos, que esta música prácticamente olvidada ha sabido preservar.
Misrata no se ha librado del asalto terrible de la modernidad, y la banda sonora de la guerra, grabada en este estudio junto a la playa, es una remezcla de otras músicas mucho menos serenas, más acordes con eso que la ciudad y el país no han dejado de ser a pesar de la masacre. Otra vez la ciudad me sorprende: un grupo de chavales lleva lo que se podría llamar vida bohemia a menos de treinta kilómetros del frente, y el sonido de los cohetes cayendo se mezcla con el hip-hop. Viven aquí, duermen y comen juntos, se deben a su música y graban discos que luego reparten por todas partes, y por todas partes se les puede oír en Misrata. Lo mismo en los altavoces de una manifestación que en la radio de los coches destartalados de los combatientes.
Pero el día oscila, no se deja. A mediodía visito un centro de fisioterapia y conozco a Mohammed Sahli, un niño de doce años que jugaba en la calle cuando un cohete cayó cerca. Ha perdido la mano derecha, el pulgar de la izquierda y la visión en un ojo, tuvo múltiples fractura en ambas piernas y quemaduras por todo el cuerpo. Si la mano izquierda no responde a la terapia, también tendrá que ser amputada. Mohammed podría ser el típico niño póster, ése que enseguida aparece en los medios porque es un niño (una niña sería aún mejor), una víctima inocente. Según le fotografío, me alegro de que mi agencia no esté cogiendo fotos de Misrata estos días, de que todo esto vaya a ser un asunto entre él y yo. Mohammed que acaricia una gran bola de goma mientras el médico habla conmigo, que se retuerce de dolor cuando hace sus ejercicios de movilidad. El pequeño Mohammed que ya nunca será para mí uno de los miles de heridos de esta guerra.
La tarde se consume ella sola: hay más restricciones para ir al frente, ahora a los periodistas pretenden ponernos un coche con chófer “para nuestra seguridad”, una especie de paranoia creciente que perjudica la causa rebelde y que sólo se explica por el hecho de que ganar la guerra va a ser mucho más fácil que deshacer cuatro décadas de estado policial. Aunque me alegro de que a mí ya no me vaya a afectar, me entristece que estas cosas y la huida en masa de los periodistas de Misrata (como ya ha pasado en Bengasi desde que no se puede acceder al frente) alimente los argumentos de quienes, desde el sillón de su casa o la barra del bar, pontifican sobre la guerra y ponen al mismo nivel a opresores y oprimidos.
Mohammed, mi amigo del puesto cuatro de Ad Dafiniyah, ha venido a verme por la tarde. Le extraña que no esté yendo al frente estos días y le explico que no puedo, que hay órdenes que vienen del consejo, que traductores han sido interrogados por la policía, que hay periodistas que han sido acusados de espionaje, que hay quien no puede moverse ni siquiera por la ciudad sin un traductor oficial. Dejo al pobre en estado de shock, preguntará por qué está pasando todo esto. Le digo que se plantee si es para esto que los soldados se están dejando morir en el frente, si la población de Misrata, que apoya de manera tan masiva la guerra y que está sufriendo para librarse de Gadafi y conseguir algo de libertad, no podría terminar cayendo en algo no muy diferente.