martes, 14 de junio de 2011

Día veintidós: pensar en el futuro


Lo siento, Eduardo. Las fotos me gustan, pero no hay demanda de Misrata. El mundo está pendiente de Siria

Soy un fotógrafo freelance, como casi todos los fotógrafos lo son hoy día: no tengo contrato y envío mis fotos a una agencia que me paga cantidades misérrimas con las que no cubro costes operativos, por no hablar de amortización de equipo, contribución de autónomos, una hipoteca o lujos por el estilo. Mi equipo de seguridad me lo ha prestado Reporters Sans Frontières, y el seguro médico y de repatriación que he contratado me lo pago de mi bolsillo.

Ser fotógrafo de guerra es jugar a la lotería por partida doble: primero te la juegas en el frente, donde eres capaz de controlar las variables de la peligrosidad tan sólo hasta cierto punto. Al cabo, una guerra es una guerra y el día más tranquilo puedes acabar en una caja de pino, incluso con tu flamante chaleco y tu a priori impenetrable casco. Uno es cauto, se arrima pero intenta no exponerse a riesgos innecesarios, en el fondo y siendo honestos, no es ni mi libertad la que está en juego en Libia ni mi familia sobre la que apuntan las armas del otro, y al fin y al cabo, nadie me ha obligado a venir aquí. Pero no hay otra manera de hacer buena fotografía de guerra que acercarse al jaleo.

Por las tardes vuelvo del frente, o de donde haya estado ese día, con las fotos en las cámaras. Descargar al ordenador, editar, enviar a la agencia. A veces las fotos son buenas, otras veces no lo son tanto por muchas razones: no ha habido acción, no he tenido suerte o no he sabido ver. A media tarde envío (y mi hora límite en Libia son las seis de la tarde, justo en el momento del día cuando la luz es mejor) y espero la respuesta de la oficina de El Cairo. La segunda lotería es ese correo de vuelta, que puede que me diga que sintiéndolo mucho, con sudor o sin él, tanto si las balas te han pasado rozando como si me he pasado el día tumbado, hoy al mundo no le interesa Misrata lo suficiente. Nadal ha ganado en París, hacía calor y el perro de la Casa Blanca se ha echado la siesta, en cinco años todos utilizaremos el último aparato de Apple y quienes no lo hagan serán unos paletos. Da lo mismo, por lo que a mí respecta, ese día no hay ingresos.

Todo esto no es una queja lanzada al viento anónimo de la blogosfera, más bien una puntualización para contradecir el espíritu romántico que rodea la figura del fotógrafo de guerra: ¿un tipo aguerrido y sin afeitar, idolatrado por las mujeres, que se lanza en paracaídas detrás de las líneas enemigas, que lo mismo desembarca en Normandía el primero que se infiltra con los mujahideen y pasa de contrabando fronteras por pasos de montaña escondiendo sus carretes en el dobladillo de la chaqueta? En la mayor parte de los casos, más bien un trabajador precario que se gasta sus ahorros para ir a la guerra, con la ilusión de saltar lo suficientemente alto y que se fijen en él los todopoderosos editores de las agencias o de los medios importantes. Aquí el ideal no es la revolución ni la libertad sino un contrato.

Claro, que también en el mundo del fotoperiodismo hay clases y cielos: un contrato con una agencia o con un gran medio internacional es la clave del éxito, el paraíso de los escogidos que viajan con una cuenta de gastos, se alojan en los mejores hoteles y lo mismo llevan un ayudante que dos, chófer, traductor, lo que haga falta.

Con todo, lo más importante no es ni el talento, ni el trabajo duro, ni la comercialización correcta de tu trabajo, todos ellos necesarios. Lo realmente importante, sin lo cual es imposible ser un buen fotógrafo, es creer en lo que haces. El entusiasmo, el convencimiento de que lo que haces es lo más importante que podrías estar haciendo y además y sobre todo, que es importante para aquellos a quienes enfocas.