Como periodista, uno tiene que estar interesado por todo. En Misrata, la presencia de extranjeros es algo excepcional, y si encima son periodistas, la reacción de la gente está entre la fascinación, la solidaridad y el agradecimiento a que vengamos a “contar al mundo” lo que está pasando en su ciudad. Mucha gente se acerca al hotel a intentar que nos interesemos en los múltiples ejemplos de brutalidad del régimen caído. Pero claro, lo que para la gente es importante e interesante, y digno de mostrar, nosotros lo vemos de otra manera: es en el fondo irrelevante, o es difícil que sea publicado en este momento, o incluso nunca. Pero nunca se sabe, así que yo he perdido mañanas y tardes enteras siguiendo la pista de historias de las que no ha salido ni una sola foto.
Así que cuando anoche, uno de los empleado del hotel me dijo que hoy a las ocho habría un tipo para llevarme a ver “unas armas chinas”, lo cierto es que no me apeteció mucho. Además, las ocho en este país significa “no antes de las doce” y yo quería ir al frente después de varios días sin ir y no quería perder la mañana esperando. Para mi sorpresa, a las ocho en punto había un coche con ingenieros del grupo de apoyo al consejo local de Misrata esperando en el coche y (un poco también para mi sorpresa) me fui con ellos a ver qué era eso de las armas chinas.
Las armas chinas resultaron ni ser armas ni ser chinas. Conducimos por la carretera sudeste, hacia el frente de Tawarga, y a unos veinte kilómetros de la ciudad paramos en medio de la nada: por detrás el perfil industrial de la planta de acero y el puerto; por todas partes una llanura reseca y punteada de arbustos diminutos y manchas de sal. Hacia el este, confundiéndose con el horizonte, un grupo de camellos semisalvajes. Bajo una enorme torreta de alta tensión, un pequeño campamento de civiles con sus obligatorios kalashnikov, pick-ups, fuego para el té, neveras portátiles… El conjunto estándar libio. Detrás de ellos, una alambrada de espino que rodea una extensión de terreno minado. Aunque se habían encontrado explosivos en la ciudad (restos de los terribles enfrentamientos de hace dos meses), es la primera vez que en Misrata se encuentran minas.
Pero la sorpresa no sólo no acaba aquí sino que lo mejor estaba por empezar. Dos tipos se dedican a desminar. Sin ningún tipo de protección, sin marcar el terreno ni cartografiarlo, y utilizando como única herramienta de trabajo… Uno de ellos un palo de madera (la mitad de un taco de billar) y el otro un elemento similar de aluminio, a todas luces proveniente de una cortina de ducha. Me quedo tan atónito que tan sólo empiezo a hacer fotos cuando ya están dentro del campo minado. El procedimiento es sencillo: rascan el suelo un poco con su palo y, sin nada explota, ponen ahí el pie. Por alguna señal que les debe llegar del más allá, de vez en cuando se paran, se agachan, limpian el suelo, desentierran un cilindro plástico diminuto donde está insertado un detonador que desenroscan con cuidado antes de guardar todo en una bolsa. Y así siguen, moviéndose, girando, estirando las piernas como si estuviesen haciendo ejercicios de Tai-Chi: van hacia delante, retroceden, se mueven hacia los lados, giran otra vez, se estiran un poco más, uno delante del otro con sus gafas de sol y su gorro, en medio de la inmensidad del Sahara que empieza aquí.
Viene más gente, entran y salen del campo minado pisando por un caminito estrecho que se ve que han recorrido muchas veces, me animan a acercarme al sitio donde los dos “expertos” no dejan de sacar pequeñas minas.
Y entonces pienso, y al mismo tiempo también siento el instinto: pienso que no me va a pasar nada, que es evidente que por allí andan constantemente estos tipos y que puedo pisar sobre sus huellas; pienso que si limpian de esta manera, es imposible que las minas estén activas y de hecho no le han explotado a nadie (excepto por un camello que, parece ser, anduvo por aquí hace unos días, pero en realidad no está muy claro qué le pasó al pobre animal); y sin embargo el instinto me dice que no, que cruzar el alambre de espino es cruzar un límite innecesario. Y puede la razón y me adentro unos pasos hasta situarme allí donde puedo hacer fotos con el 28mm a gusto, aunque no me mueva un centímetro de mi sitio mientras un señor despreocupado de todo se gira sobre sí mismo para alcanzar una mina aquí, otra más allá, una tercera a la derecha que desentierra en un santiamén para ponerlas a mi lado, una pila de diminutos cilindros de plástico a un lado y una pila de pequeños detonadores a otro.
Durante un rato fotografío sin pensar, es sólo después cuando las explicaciones empiezan a surgir: parece ser que los soldados de Gadafi minaron esta zona para proteger dos lanzadores de cohetes Grad que en aquel momento tiraban sobre la ciudad y que ahora no son más que una pila de escombro y chatarra después de que la OTAN pasase por aquí hace alrededor de un mes. Y me imagino a un jefe cualquiera señalando con una mano la pila de cajas con las minas y al otro la extensión vacía, y a tres chavales cualesquiera, temblorosos y asustados, asegurándose que ninguna de esa cantidad inmensa de minas que están enterrando por todas partes les estalle en las manos.
Porque me dice la razón que a estos señores que voluntariamente y sin ningún tipo de ayuda ni reconocimiento por parte de nadie, ni entrenamiento ni formación específica de ningún tipo, no es posible que a estas alturas no les haya estallado ninguna mina en las manos. En dos horas han recogido 87 minas, que apilan en cajas de madera y se llevan por ahí.
No puede ser de otra manera, y sin embargo en esta guerra tan absurda y loca como todas las guerras son en un sentido u otro, los verdaderos héroes no van a tener jamás una estatua con su nombre en ningún sitio.