sábado, 11 de junio de 2011

Día diecinueve: días de muerte y duelo


Misrata es una ciudad de contrastes y de emociones fuertes. Si todo el mundo parece vivir como si fuese el último día de su vida, es porque realmente puede que lo sea. La ciudad vive el momento, el día a día, sin pensar ni plantearse qué puede pasar mañana, el mes que viene, el próximo año y sobre todo, el día en que Gadafi no exista. Gadafi es hoy más que nunca el eje de la vida de los libios, su principal punto de referencia, el objeto de su odio más visceral. Se le maldice, se desea su muerte todo el rato, se le achacan los males más diminutos. Forma parte de esa misma sensación intensa de vivir el momento, es su lado negro, el demonio necesario en el que reflejar su unión, su solidaridad, sus esperanzas de futuro.

Hoy el frente de Ad Dafiniyah estaba prácticamente vacío. En las posiciones avanzadas, un puñado de hombres se acurrucaba detrás de los contenedores. Entre posición y posición, habitualmente un jaleo de coches y kalashnikovs, con colchones y mantas por todas partes, hoy no había nada.

Anoche, en la televisión libia, el dictador dio uno de sus discursos grandilocuentes. Se iba a vengar, dijo, iba a erradicar a los rebeldes, a matarlos como ratas, a contraatacar. Y dicho y hecho, a partir de las cinco de la mañana, sobre todos los frentes de Misrata han empezado a llover las bombas: morteros pero sobre todo misiles Grad, la evolución de los Katyusha soviéticos, con alcance y puntería mejorados. Con regularidad y con intensidad, del cielo caía la muerte sobre Misrata. Ad Dafiniyah, Abderuf, Tawarga, los tres frentes de la ciudad arden hoy y desde el mismo centro de Misrata se puede oír cómo retumban los misiles.

Khalil, amigo del puesto dos con el que ya he compartido un par de incursiones, resume lo que todos piensan: “¿Qué pasa con la OTAN? ¿Dónde están? Mientras ellos piensan y deciden, nosotros todos los días enviamos hombres al cementerio”.

Hoy no había símbolos de victoria ni gritos de ánimo. Nada se puede hacer contra un misil, que mata allí donde cae, la pelea es tan desigual que los soldados se desesperan. A fin de cuentas no son profesionales de la guerra sino civiles con un arma en la mano, ciudadanos de a pie que hasta hace muy poco tiempo se dedicaban a sus asuntos y hoy se ven metidos hasta las cejas en una guerra sin comerlo ni beberlo. Hoy están desmoralizados, irritados, tremendamente frustrados ante esta lotería de la muerte.

Pero no me da tiempo a pensar mucho: un misil cae a unos doscientos metros, esto es peligroso, decido irme al hospital del frente.

Van llegando heridos. Un hombre se desangra, sobre él hay un bosque de brazos levantados con sueros y sangre. Un médico le practica una traqueotomía y de repente un tubo de plástico le surge de la garganta, pero no hay tiempo para casi nada, pierde el pulso y muere con una rapidez que me aterra, y de la misma manera es envuelto en una manta, retirado. No sé cómo ha pasado, la irrealidad del momento contrasta con el hecho de que tengo fotos. Y se supone que las fotos reflejan la realidad.

Un trabajador lava el suelo salpicado de sangre por debajo de la camilla. Empuja el líquido rojizo hacia la calle, la sangre se desparrama sobre la tierra del exterior, desapareciendo al instante, absorbida por la arena. El sol termina de secar el cemento, los médicos van a lavarse y descansar. Queda un hueco vacío y un profundo silencio allí donde un hombre acaba de perder la vida.

Jalal, uno de los trabajadores del hotel, es un hombre mayor, amable y paciente. Ayuda a los periodistas en todo lo que puede, lo ha hecho desde el primer día de una manera natural y espontánea. Hoy, sin embargo, ha fallecido su sobrino en el frente de Tawarga, y me acerco al entierro. No es la misma persona que vi morir por la mañana pero fácilmente podría haberlo sido, y éste, el último y definitivo eslabón. Los hombres rezan, una multitud seria, que forma líneas horizontales frente a un ataúd sencillo de madera de pino. Una mezquita simple, un pequeño cementerio de barrio plagado de tumbas de tierra o cemento. La sencillez de los cementerios musulmanes.

No serán más de quince minutos, lo que se tarda en finalizar todo el ritual. El cuerpo sin vida del joven se trasvasa de un cajón a otro, se cierra la tapa, se cubre todo con algas de mar, con tierra, con piedras. Se riega. La multitud no deja de cantar “Shahid habib Allah”, los muertos en combate son amados por Allah. Un hombre clama contra Gadafi, da un discurso que trata sobre agravios que serán vengados, injusticias que no se permitirá que continúen, justicia que habrá de llegar tarde o temprano, en este mundo o en el siguiente. El consuelo es superficial: los familiares rompen en sollozos, se abrazan, reciben el pésame de todo el mundo.

Y otra vez, y por segunda vez hoy, todos se van a casa y el trasfondo del ruido del tráfico tan sólo acentúa el silencio tan profundo que oigo, el abismo de vacío que es la única alternativa a pensar en un hombre que apenas unas horas antes desayunaba y partía hacia el frente.

En el hospital de Hikma han pegado una lista a una pared: diecisiete nombres, diecisiete muertos en lo que va de día es el resultado de la venganza de Gadafi sobre la ciudad. Decenas de heridos, un número incontable de hombres y mujeres que esta noche sufrirán de duelo y dolor.