lunes, 20 de junio de 2011

Día veintiocho: tomates, misiles, caos


Esta mañana, la rutina de salir al frente tenía algo de especial porque podría ser el último día que voy a Ad Dafiniyah, al frente. Empiezo a sentirme con un pie fuera de Misrata y además, cada vez es más complicado. Es más: hoy, ni Al Jazeera ni la BBC ni la CNN ni el resto de periodistas de Misrata ha podido acceder al frente. El único periodista allí era un servidor, y ha sido prácticamente por suerte.

Me muevo por Misrata, y voy al frente, en autoestop. No tengo dinero para pagar un coche y además la práctica me dice que estoy más cerca de la gente si aparezco solo por todas partes. Como de costumbre, esta mañana he levantado el brazo a la puerta del hotel. Un coche para y me lleva a la salida de Misrata, en la autopista que va hacia el frente. Allí procuro parar un coche lleno de soldados y mezclarme con ellos. Hoy, justo antes de que parasen a por mí, ha pasado el coche del corresponsal de The Times con otros tres periodistas dentro. Al llegar al checkpoint donde ahora los grandes medios de comunicación del mundo no pueden seguir, mi coche lleno de kalashnikovs por el suelo y pintadas revolucionarias por fuera ha pasado de largo: estaban demasiado ocupados impidiendo el paso de los otros periodistas, demasiado llamativos. Es en cierto sentido la táctica de guerrilla: solo, más ligero, más rápido.

En cuanto llego a la cuarta posición en el frente, me llaman para que vaya a fotografiar algo. A un kilómetro de allí me encuentro con un coche totalmente calcinado en medio de un camino. Un cohete Milano, me dicen, dirigido a través de cables a lo largo de todo su recorrido y con una precisión letal, ha impactado en un coche conducido por un soldado, Ali Kurdi. Y de lo que hasta media hora antes era un hombre conduciendo, ahora sólo queda metal, huesos, y algún órgano calcinado. El misil ha atravesado el capó y no quedan ni los neumáticos, ni las tuberías del motor, ni el volante, ni ningún cristal, nada que no pueda ser quemado o triturado. Del hombre sólo quedan el esqueleto al aire y restos de algunos órganos del cuerpo: el hígado, un amasijo a la altura de la pelvis, las piernas desintegradas. Entre un médico y algunos de sus compañeros están recogiendo sus restos, sacándolos del coche y metiéndolos en una bolsa de plástico. Siento a través de las botas el calor terrible del suelo, la arena calentada por el sol y por el misil. De hecho, hoy hace bastante calor, y como en Andalucía en verano, puedo ver el aire bullir mientras asciende desde las colinas socarradas en este inicio del desierto, y sin embargo mi visión y mi atención no se pueden desviar de los restos del hombre muerto.

Ghassam Naga vive en Bélgica desde 2005, pero antes pasó veinte años en el ejército libio llegando al cargo de coronel, hasta que no pudo más y se llevó a su familia a Europa. Cuando empezaron las revueltas decidió volver, y como de la nada me lo encuentro en la posición más avanzada, un cerro al final del frente de Ad Dafniyah, hasta hace poco completamente desocupado (excepto para llamar por teléfono, porque aquí hay cobertura de la empresa nacional libia de móviles) y ahora base rebelde con la habitual concentración de pick-ups, de alfombras, de jóvenes con su arma al hombro. Como el resto, él también piensa que la OTAN debería hacer más y que los rebelde están listos para la victoria (algo que yo no comparto), pero al menos tiene ideas concretas: podrían ofrecer coordenadas a la OTAN de manera directa para que destruyan los lanzadores de misiles gracias a sus teléfonos satélite; los rebeldes deberían entrenarse y disciplinarse más, porque así, la guerra durará años. Ghassam forma parte de un grupo de apoyo especial, compuesto por ex-militares con formación (muchos de ellos veteranos de las batallas urbanas de Tripoli Street al principio de la guerra, en el centro de Misrata) que se mueven por el frente de un grupo a otro cuando se les necesita. Les veo venir con los lanzagranadas cargados (es decir, no han disparado, así que no me he perdido nada) y matas de tomillo en la mano de detrás de una loma.

Él se dedica a dar consejos a los que nadie hace mucho caso: pintar los coches para camuflarlos, que los milicianos no vistan de blanco, abrirse en abanico cuando avanzan sobre posiciones enemigas… El abc de la guerra. Creo que la suya es una batalla perdida, y ya se sabe que el trabajo inútil produce melancolía, así que Ghassam es un hombre un poco exasperado (algo tan raro en un libio) y ciertamente melancólico, que lucha por su país pero preferiría estar con su familia en Bruselas. Tengo la impresión de que cualquier día los va a mandar a todos a la mierda (pero de buenas maneras, eso sí) y va a volver con los suyos.

Entonces ha ocurrido un milagro: ¡hemos comido ensalada! Tomates, cebolla, zanahoria, atún… Lo del atún es una obsesión nacional (he comido más atún en un mes que en el resto de mi vida), pero la verdura fresca no abunda y en seguida nos hemos sentado alrededor de fuentes enormes de las que todo el mundo coge… Mientras sobre nuestras cabezas los misiles Grad pasan silbando y los soldados me dicen que soy muy valiente por no agacharme gritando “Alla-hu Akbar”. Y es más una cuestión de sentido común: de poco sirve agacharse frente al impacto de un misil y además estamos fuera del alcance de los Grad precisamente por estar muy adelante, a unos 500 metros de las posiciones gubernamentales sobre las que ellos lanzan morteros de vez en cuando. Vemos los Grad caer a kilómetros de donde estamos, en dirección a la ciudad.

Los milicianos no son militares, son tipos normales y corrientes que comenzaron la guerra con cuchillos de cocina, y llevan consigo toda una actitud ante la vida que no cuadra mucho con la frialdad asesina que es necesaria para hacer bien la guerra. Animado y apoyado por Ghassam, hablo con el jefe del pelotón para convencerle de que caven trincheras. En todo el frente, agazapados cuando caen los misiles tendrían muchas menos bajas. No es posible, me dicen, ésa es la forma de actuar del ejército de Gadafi, y si hacemos lo mismo, entenderán cómo funcionamos. Pero es lo que hacen todos los ejércitos del mundo, replico. Bueno, me responden, pero es que yo tendría vergüenza de meterme en un agujero en los momentos de peligro. Y así podemos pasar horas dando vueltas a lo mismo, y yo me voy sabiendo que no van a cambiar, que seguirán mostrando el pecho descubierto a los katyusha, a los Milano, a los Grad, a los morteros y a las balas que les llueven todos los días. Y es una sensación contradictoria, admirar su valor y al mismo tiempo ver cuán estúpido es actuar así. Porque a estas alturas, creo que lo que mueve a estos jóvenes ha hacer lo que hacen ha quedado reducido a dos hipótesis: o tienen un valor sin límites o no tienen conocimiento. Y creo que son las dos cosas a la vez.

Y en seguida entro en la dinámica habitual: ir de un lado para otro, cámara en ristre, esperando que alguien dispare, a sabiendas de que no hay una secuencia lógica de eventos: básicamente a dos tipos les apetece vaciar un cargador de una ametralladora de 23mm y van y lo hacen.  Pero aquí todo el mundo va hoy con sandalias y deduzco que no va a haber incursiones.

Salimos del puesto, han disparado algunos morteros y por lo menos tengo alguna foto interesante. Llegamos a una tienda en medio de la nada, a seis kilómetros del último puesto del frente de Ad Dafiniyah y a ocho o nueve de donde empieza el siguiente frente, el de Abderuf. Un agujero enorme protegido por apenas veinte hombres, un sitio tremendamente revelador para entender la guerra en Misrata: los rebeldes no tienen la capacidad de ampliar su territorio porque no pueden mantener un frente ampliado; no tienen recursos militares ni disciplina. El ejército de Gadafi no tiene la capacidad de penetrar por este agujero porque no tienen hombres ni motivación para plantarse en Misrata, que sería defendida hasta la muerte por sus habitantes. Eso es todo, no hay más, sin la OTAN esta guerra durará años.

A mediodía, Misrata me parece una ciudad un poco más normal cuando veo dos tipos haciendo el macarra por la calle: uno con un quad y otro con una moto de cross, ambos con su vestimenta de gladiador. Hay una caja de pizza en el suelo del coche del tipo que me lleva al hotel.

La tarde ha sido un fiasco: a través de unos chavales que visitaré mañana, que graban música en un estudio a las afueras (a las afueras de la ciudad y a las afueras de la guerra), he ido a los talleres donde se fabrican lanzacohetes, reparan kalashnikovs, se montan las ametralladoras en la parte de atrás de los Land Cruiser. Normalmente hace falta un permiso especial y explícito de Salad Badin, comandante rebelde, pero Misrata no es exactamente un modelo de perfección en la cadena de mando, así que ha bastado con preguntar en la puerta. Naves enormes de antiguos centros de enseñanza profesional con decenas de tornos de metal, talleres de carpintería, soldado o electricidad. Y apenas un puñado de tipos trabajando donde yo esperaba algo así como una gran factoría de guerra. Unas cuantas fotos y al hotel.