domingo, 5 de junio de 2011

Día doce: el otro frente – Hospital Hikma




Hoy tocaba ir a Tawarga de nuevo, a ver si era posible acercarse más. El primer problema es que Tawarga ya no está en manos rebeldes: los soldados de Gadafi han ocupado esta ciudad, famosa porque sus habitantes no son árabes sino africanos negros. Famosa también por las batallas casa a casa de hace mes y medio y por último, famosa porque ha sido escenario de un gran número de violaciones. No cuesta imaginar que los habitantes de Misrata y los de Tawarga no se llevan precisamente muy bien, y de hecho los de ‘aquí’, al capturar a algunos de los soldados de Tawarga, han procedido al antiguo método de castigo que consiste en amputar los genitales de los supuestos culpables. Hay una razón para todo esto: los habitantes de Tawarga son descendientes de los antiguos esclavos que la gente de Misrata tenía en sus casas, el fruto de siglos de comercio de esclavos a través del Sáhara. Cuando finalmente les concedieron la libertad, les cedieron esta zona estéril para establecerse. Es posible que la esclavitud sea una memoria bastante viva: Mohammed, mi amigo del puesto 4 de Ad Dafiniyah, me cuenta que su abuelo tenía dos siervos negros en casa.

Así que cruzo Kararim, donde no pude seguir hace tres días, montado en un Mercedes a 180 kilómetros por hora autopista abajo en un estruendo de música pop árabe que la radio vomita. El autoestop es lo que tiene, no puedes realmente escoger ni quejarte. Llegamos a la última línea rebelde, en medio del desierto. Este lado del frente se parece bien poco a Ad Dafiniyah, es una llanura esteparia, reseca, apenas puntuada por diminutos arbustos y rota de vez en cuando por lagunas saladas. Sobre la línea del horizonte, difuminados por el calor, se ven árboles y algún depósito de agua, el inicio de la ciudad. La posición rebelde está formada por cuatro coches alrededor de un fuego donde un hombre hace té sin parar, repartiendo vasitos diminutos que los soldados beben mientras charlan. No hay actividad ni parece que vaya a haberla, así que visito los distintos puestos.

Se dice que esta noche, la OTAN por fin va a hacer acto de presencia en Misrata en forma de helicópteros Apache que bombardearán a los malos sin piedad. De hecho, este último puesto en Tawarga es la línea donde la OTAN no garantiza protección, y los combatientes de Misrata no parece que vayan a cruzarla. Como si estuviésemos en Mad Max, los últimos soldados rebeldes se cubren con los inmensos esqueletos metálicos de dos torres de prospección petrolífera. Uno de ellos, a cincuenta metros sobre el suelo, otea el horizonte con unos prismáticos. Parece ser que capturaron a cinco soldados hace unos días, y liberaron a los dos más mayores con el mensaje de que la población debe evacuar Tawarga porque los rebeldes pretenden atacar, y en este momento esperan respuesta. Pero me voy acostumbrando: todo el mundo rumorea sobre todo tipo de cosas, pero las decisiones (incluso los ataques del día a día) se toman en otra parte.

El caso es que no está pasando nada y vuelvo a Misrata, y voy directamente al hospital Hikma, al que se puede llamar “el otro frente” porque aquí es donde llegan los soldados heridos. Sobre el aparcamiento y en una tienda de campaña, se ha montado una unidad de urgencias perfectamente equipada, y con personal suficiente, para atender a los heridos de guerra. Hoy (como suele ser habitual desde que llegué a Misrata) hay enfrentamientos en Ad Dafiniyah, y no tardan en oírse llegar las ambulancias.

Las siguientes dos horas han sido, más aún que los momentos de combate, las más difíciles desde que llegué a esta ciudad. Entran hombres con heridas abiertas, el torso puntuado de impactos de metralla. Gritan hasta que la anestesia hace efecto, dejan el suelo encharcado de sangre cuando son desplazados a los quirófanos para operar. Una arteria destrozada, un miembro que habrá que amputar. Un brazo completamente abierto, músculos desgarrados, dedos inmóviles.

Yo intento no molestar a los sanitarios y fotografío desde una cierta distancia, y hay toda una serie de escenas que, aunque evidentemente dramáticas, prefiero no tomar: camaradas que lloran, familiares incrédulos sobre el cadáver de un hijo o un sobrino. Nadie me impide nada, al contrario, circulo por el improvisado pabellón de urgencias sin limitaciones. Más que en el frente, aquí se prueban los límites éticos de mi profesión, donde lo espectacular tan a menudo prima sobre todo lo demás. Creo en la necesidad de informar y creo que, con respeto, se puede y se debe mostrar cualquier situación por dura que ésta sea. Pero de ahí a la violencia gratuita y al sentimentalismo extremo, hay un paso que hay que tener mucho cuidado (porque no es nada fácil entender los límites) para no dar.

Han debido amainar los combates en el frente porque no llegan más heridos. El personal del hospital (ayudado por unos cuantos médicos voluntarios, en su mayor parte libios que viven en el extranjero) se mueve en todo momento con una enorme precisión, en una coreografía de una efectividad impresionante.

Yusuf, un enfermero que no tendrá más de 25 años, me habla mirando al suelo: “Es terrible, hoy ha habido 35 heridos y dos muertos, y ni siquiera ha sido de los peores días. Dejan de llegar heridos y te paras a descansar, y al rato entran cinco, diez, quince más. Nunca se acaba, llevo dos meses durmiendo en el hospital y no te puedes imaginar lo que yo he visto, antes trabajábamos en otro hospital que fue bombardeado, y es que Gadafi bombardea hospitales, escuelas, mezquitas…

La verdad es que no, que hay cosas que uno no puede imaginar, que sólo pueden ser vividas.