viernes, 17 de junio de 2011

Día veinticinco: de balas y mujeres


¿Cómo es que no me sorprende que se haya cancelado el ataque de hoy? Todos los ataques en los que he estado, han sido una cuestión de estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Ni los soldados saben hasta media hora antes si van a golpear las tropas de Gadafi, lo cual me parece prudente. Pero yo al menos tengo que intentarlo, pasar horas y días en el frente hablando con unos y otros, tomando litros de té que hierven sobre brasas y sirven en vasitos diminutos, uno detrás de otro. Arrastrando entre el polvo del verano que se aproxima vertiginosamente mi armadura, que tantos comentarios de envida despierta entre los milicianos. Si ellos supieran lo que es pasar tres o cuatro horas con esa cosa encima y el casco en la cabeza… Lo que sigue siendo una constante, lo que no ha cambiado, es la generosidad abierta y sincera de estos soldados que no son soldados sino tipos normales y corrientes con un fusil en la mano. Su curiosidad es transparente, su deseo de saber qué hay más allá de su país es el propio de quien durante muchos años ha sido obligado a ver el mundo por una ventana muy estrecha.

Deambulo por el frente, de una posición a otra. Tampoco parece que la OTAN vaya a golpear hoy, los rumores afectan por igual a las posiciones de Ad Dafiniyah que al mundo mundial. Veo que muchos soldados han cambiado, y me pregunto cuántos de los nuevos están sustituyendo a otros, caídos en combate. Eventualmente llego hasta la mezquita donde estuve hace dos días, y me dedico a buscar una buena foto donde no parece que vaya a encontrarla, pero tengo la rabia de quien ha perdido una gran oportunidad y piensa que la puede recuperar con empeñarse lo suficiente. Luego me acerco hasta la posición más avanzada, donde un grupo pequeño al mando de un tipo que conozco y me conoce, está disparando de cuando en cuando: ráfagas de ametralladora, un par de cohetes con un lanzador de fabricación casera… No es aleatorio, quieren saber si en una granja a un kilómetro de distancia hay tropas enemigas. Al rato salimos, dos soldados y yo, a comprobarlo. Nos acercamos moviéndonos rápido a través de los olivares. El fuego de las tropas gubernamentales se oye lejos, el frente es muy amplio, no parece haber problema. En un momento dado nos paramos, lanzamos dos cohetes a la casa y no hay respuesta, así que volvemos tranquilamente para salir más tarde con un contingente más nutrido, nueve soldados y yo. Nos ocultamos en un camino delimitado por montones de tierra y pinos a ambos lados, y desde allí salen dos hombres hasta la casa. No hay nadie, los disparos siguen lejos, volvemos: misión cumplida.

Es entonces cuando nos empiezan a disparar. Son armas ligeras, seguramente kalashnikov, pero algo está mal porque recibimos fuego de la derecha, de poco más adelante de la mezquita que es un puesto rebelde. Oigo silbar las balas, veo el polvo que levanta en el suelo. Nos tiramos al suelo, dos o tres hombres protegidos tras cada olivo. Yo fotografío a cada lado el desconcierto de los soldados, y en cuanto cesan los disparos corremos como alma que lleva el diablo hacia nuestra posición inicial. En esta segunda salida no me he puesto el chaleco, y precisamente ahora aprecio no llevarlo encima, porque uno no puede realmente correr con esa mole de placas de cerámica encima. Intento disparar sobre la marcha, correr más que ellos para pararme a fotografiarlos mientras les veo venir, hasta que finalmente llegamos a nuestro parapeto de salida.

La expresión inglesa friendly fire no se traduce con facilidad al castellano: ¿fuego amigo? ¿fuego de los amigos? ¿disparos de los nuestros? Da lo mismo: nos ven caminar sobre los campos de cultivo y piensan que somos soldados infiltrados de Gadafi intentado atacar. No les parece una incongruencia que estuviésemos caminando y charlando tranquilamente de vuelta, y además nadie les ha dicho que estábamos llevando a cabo la operación. Están todos como una cabra.

La tarde es totalmente diferente, el contrapunto absoluto a la mañana en el frente: no me podría imaginar lo que está pasando: entro a un auditorio junto a la mezquita del barrio de Zorroq y de repente me encuentro a setecientas mujeres así, de sopetón. Hay un acto en apoyo del esfuerzo de guerra y allí están ellas, jóvenes y mayores, un mar de pañuelos que todo lo cubren.

Camino por entre las filas de asientos, es chocante que sea imposible fotografiar a mujeres en la calle y sin embargo aquí me animen a hacerles fotos. Oradoras jóvenes y mayores se suben a un estrado y lanzan proclamas enérgicas, levantan el puño al alto: nuestros hijos, hermanos y maridos están muriendo, los muertos en combate son amados por Alá, lucharemos por liberar al país del tirano.

Hay una mujer que dicen que tiene más de cien años, aunque a mí me parece que debe andar por los ochenta. Está en primera fila y todas las otras mujeres la saludan y respetan y hablan con ella, como es normal actuar con los ancianos. La visión de la cámara actúa como un resorte: se levanta, agarra una bandera rebelde, grita: “Alla-hu Akbar, Alla-hu Akbar” una y otra vez. Se le cae el velo, sus vecinas de asiento ríen, se lo intenta poner y ella se lo quita una y otra vez: “Alla-hu Akbar”, sigue, ondeando la bandera de la rebelión. Qué no habrá vivido, qué le van a contar a ella de represiones y libertades, y ahí está, mostrándole al mundo con fuerza que se hará la voluntad de Alá pero que esta guerra la vamos a vencer entre todos y nos vamos a quitar al dictador de encima.

Algunas llevan retratos enmarcados con la foto de un marido, un hijo o un hermano muertos en el frente o antes, cuando la ciudad fue masacrada sin piedad por el ejército de Gadafi. Se acercan para que las fotografíe y aunque levantan el retrato con orgullo, no hay palabras que describan la tristeza de sus ojos.