martes, 14 de junio de 2011

Día veintidós: pensar en el futuro


Lo siento, Eduardo. Las fotos me gustan, pero no hay demanda de Misrata. El mundo está pendiente de Siria

Soy un fotógrafo freelance, como casi todos los fotógrafos lo son hoy día: no tengo contrato y envío mis fotos a una agencia que me paga cantidades misérrimas con las que no cubro costes operativos, por no hablar de amortización de equipo, contribución de autónomos, una hipoteca o lujos por el estilo. Mi equipo de seguridad me lo ha prestado Reporters Sans Frontières, y el seguro médico y de repatriación que he contratado me lo pago de mi bolsillo.

Ser fotógrafo de guerra es jugar a la lotería por partida doble: primero te la juegas en el frente, donde eres capaz de controlar las variables de la peligrosidad tan sólo hasta cierto punto. Al cabo, una guerra es una guerra y el día más tranquilo puedes acabar en una caja de pino, incluso con tu flamante chaleco y tu a priori impenetrable casco. Uno es cauto, se arrima pero intenta no exponerse a riesgos innecesarios, en el fondo y siendo honestos, no es ni mi libertad la que está en juego en Libia ni mi familia sobre la que apuntan las armas del otro, y al fin y al cabo, nadie me ha obligado a venir aquí. Pero no hay otra manera de hacer buena fotografía de guerra que acercarse al jaleo.

Por las tardes vuelvo del frente, o de donde haya estado ese día, con las fotos en las cámaras. Descargar al ordenador, editar, enviar a la agencia. A veces las fotos son buenas, otras veces no lo son tanto por muchas razones: no ha habido acción, no he tenido suerte o no he sabido ver. A media tarde envío (y mi hora límite en Libia son las seis de la tarde, justo en el momento del día cuando la luz es mejor) y espero la respuesta de la oficina de El Cairo. La segunda lotería es ese correo de vuelta, que puede que me diga que sintiéndolo mucho, con sudor o sin él, tanto si las balas te han pasado rozando como si me he pasado el día tumbado, hoy al mundo no le interesa Misrata lo suficiente. Nadal ha ganado en París, hacía calor y el perro de la Casa Blanca se ha echado la siesta, en cinco años todos utilizaremos el último aparato de Apple y quienes no lo hagan serán unos paletos. Da lo mismo, por lo que a mí respecta, ese día no hay ingresos.

Todo esto no es una queja lanzada al viento anónimo de la blogosfera, más bien una puntualización para contradecir el espíritu romántico que rodea la figura del fotógrafo de guerra: ¿un tipo aguerrido y sin afeitar, idolatrado por las mujeres, que se lanza en paracaídas detrás de las líneas enemigas, que lo mismo desembarca en Normandía el primero que se infiltra con los mujahideen y pasa de contrabando fronteras por pasos de montaña escondiendo sus carretes en el dobladillo de la chaqueta? En la mayor parte de los casos, más bien un trabajador precario que se gasta sus ahorros para ir a la guerra, con la ilusión de saltar lo suficientemente alto y que se fijen en él los todopoderosos editores de las agencias o de los medios importantes. Aquí el ideal no es la revolución ni la libertad sino un contrato.

Claro, que también en el mundo del fotoperiodismo hay clases y cielos: un contrato con una agencia o con un gran medio internacional es la clave del éxito, el paraíso de los escogidos que viajan con una cuenta de gastos, se alojan en los mejores hoteles y lo mismo llevan un ayudante que dos, chófer, traductor, lo que haga falta.

Con todo, lo más importante no es ni el talento, ni el trabajo duro, ni la comercialización correcta de tu trabajo, todos ellos necesarios. Lo realmente importante, sin lo cual es imposible ser un buen fotógrafo, es creer en lo que haces. El entusiasmo, el convencimiento de que lo que haces es lo más importante que podrías estar haciendo y además y sobre todo, que es importante para aquellos a quienes enfocas.


lunes, 13 de junio de 2011

Día veintiuno: volteando la mesa


El frente más cercano a Misrata es Ad Dafiniyah, a unos 25 kilómetros al oeste. Los cohetes Grad que disparan “del otro lado” pueden caer a unos cinco kilómetros más cerca, puesto que el objetivo no es la ciudad (por el momento) sino las posiciones de los soldados rebeldes. Eso hace una distancia de veinte kilómetros de los impactos.

Desde mi habitación en el hotel, desde cualquier parte de la ciudad, en realidad, se oyen y se sienten los impactos de los cohetes. Algunos días un poco más (parece ser que en estos temas influyen la dirección del viento y puede que la limpieza del aire y su nivel de humedad), algunos días un poco menos, pero si uno necesita un buen indicador de qué está pasando en el frente, sólo tiene que aguzar el oído.

Yo hoy quería ir al frente al menos un rato, el plan de todos los días. Pero no ha hecho falta aguzar mucho el oído para percibir la enorme cascada de proyectiles que las fuerzas leales a Gadafi han soltado hoy sobre Ad Dafiniyah. Ése ha sido el sonido constante durante el día, un martilleo que a veces hacía temblar ligeramente los cristales. Si de los ataques de anteayer se decía que habían caído trescientos misiles, hoy han debido caer más de dos mil. Y marcando el límite de lo que estoy dispuesto a arriesgar precisamente en los ataques masivos con misiles, me he quedado en Misrata.

Siempre hay un plus ultra en el catálogo del horror. Hoy en el hospital de Hikma he visto cuerpos sin cabeza, miembros despedazados, dos médicos sosteniendo el brazo de un hombre que apenas se sujetaba a su cuerpo (y que fue amputado poco después), cadáveres alineados en habitaciones a rebosar, hombres llorando como niños en el hombro de sus compañeros, un soldado con enormes huecos sangrantes donde deberían estar las rodillas, un abdomen abierto con la mirada en el vacío. Y así podría seguir, uno por uno, contando hasta más de treinta fallecidos y ciento cincuenta heridos, y ni uno sólo de ellos por impactos de bala. Y podría hacer un análisis detallado pero sólo añadiría cantidad, y harían falta muchas palabras para describir con veracidad el horror.

Me he encontrado en el hospital a Khalil, mi amigo de la posición dos, que ha perdido a dos de sus mejores amigos y de manera continua, sin apenas tiempo para pensar, ha partido a enterrarles. Me ha contado cómo ha pasado todo: los rebeldes hicieron una incursión temprano, como tantos otros días. Tomaron dos tanques y parece que mataron algún soldado enemigo. Luego se fueron retirando y es cuando comenzaron a recibir fuego enemigo, tanques mientras estuvieron a tiro y después misiles Grad. Muchos Grads, todo un día entero, miles de proyectiles que inmediatamente pusieron en marcha las ambulancias, desbordaron los hospitales, destrozaron no sólo la vida de los soldados muertos hoy sino también la esperanza y la moral de las tropas.

En la cadena de eventos le ha faltado el hecho de que ayer, por fin, la OTAN atacó el frente de Misrata. Qué irónico que el acontecimiento que todos esperaban con tanta ansia, haya pasado casi desapercibido. Es cierto que fue un ataque relativamente pequeño, apenas cinco golpes de avión (nada de helicópteros Apache de momento) sobre el frente que ha debido dejar algún que otro tanque y vehículo calcinado. Una especie de aviso al que Gadafi ha contestado de manera contundente.

Cómo cambian las cosas en tan sólo un par de días. Cuán fácil es sentirse preparado para la victoria, qué rápido es el engaño de pensar que el dictador está en las últimas, que basta un leve empujón para hacerle caer. Gadafi ha instaurado un reino del terror que probablemente es aún más estrecho en las partes del país que aún controla. No tendrá el cariño de los libios, no tendrá soldados dispuestos a defender su causa pero lo que sí tiene es una cantidad enorme de armamento y unos bolsillos enormes que le permiten gastar y gastar en munición. Y fronteras imposibles de controlar, porque no digo nada nuevo al afirmar que el comercio de armas es de los negocios más sucios e incontrolados del mundo. Con Sudán, Chad, Níger o Argelia como vecinos, con todo un desierto inmenso e imposible de controlar… ¿Quién impide al tirano mantener este mismo ritmo de martillo durante meses y años?

Porque repentinamente los cálculos podrían ser otros. En la última semana, entre fallecidos y heridos, los rebeldes han perdido quinientos hombres. Precisamente su mayor capital, su mejor baza.

Hoy la ciudad estaba cerrada a cal y canto, Misrata estaba en silencio excepto por los rumores constantes de la guerra, por las sirenas de las ambulancias y por el constante sonido de “Alla-hu Akbar”, Alá es el más grande, que provenía de las mezquitas.

Al final del día se me ha ocurrido, como corolario y sin estar descubriendo la rueda, que parece mentira hasta qué punto el mundo se divide en poderosos y pringados. Los muertos los ponen las familias normales, que esta noche y hasta el fin de sus días llorarán la muerte de un hermano, un hijo, un primo, un padre. Y sus muertes servirán de poco porque la guerra de Libia no se va a decidir (ahora ya está claro) ni en Ad Dafiniyah ni en los otros frentes sino en despachos a miles de kilómetros de aquí, y no será porque Gadafi tiranice a su pueblo sino porque alguien haya perdido cinco puntos en las encuestas de intención de voto y necesite mostrar un lado un poco más duro, o distraer a su opinión pública, y apretará unos botones o hará unas llamadas. Es irónico pero al mismo tiempo un reflejo de lo podrido que está el mundo, el hecho de que en el fondo será para bien, porque cualquier medida que termine con esta guerra y con cuarenta y dos años de tiranía en este país, me parece bienvenida. Hoy el final, sin embargo, parece un poco más lejos que ayer.



domingo, 12 de junio de 2011

Día veinte: de resaca


No siempre ocurre, pero hay veces en que los acontecimientos del día se arrastran hasta el día siguiente, lo condicionan. Como si veinticuatro horas no fuesen suficientes para contener las emociones de un día.

Hoy he salido tarde del hotel y ¡oh, extravagancia! he andado por las calles de Misrata. Es raro porque en esta ciudad nadie camina por la calle jamás, o quizá lo hiciesen los inmigrantes en su momento, pero ahora no están y las aceras están siempre vacías.

Y lo mismo que caminar, el resto de mis actividades han estado guiadas por el impulso, por la inercia de todo lo que pasó ayer.

No sólo del frente vive el fotógrafo de guerra, para hoy tenía pendientes algunas de esas historias que contrastan con la violencia y complementan las fotos de acción: unos chavales que hacen hip-hop y hasta graban sus propios CDs, por ejemplo. Pero no estaban todos y lo hemos dejado para mañana. Siguiente idea: instalaciones de entrenamiento para los militares que salen luego al frente; pero no aparecen en el lugar de la cita. Por último la visita diaria al frente, después de la comida en el caso de hoy. Allí no está pasando nada más que el refuerzo de las posiciones rebeldes: abren contenedores para llenarlos de arena, levantan nuevos parapetos con excavadoras. Es una mala señal, indica que las posiciones se solidifican más y más, que la guerra durará.

Por la noche toca rueda de prensa. El representante militar de los rebeldes, Ibrahim Beit Al-Mall, también jefe de la policía, un tipo con una cara siniestra y durísima y una mirada de acero a quien me encantaría hacer un retrato, nos cuenta otra vez historias para no dormir: que los rebeldes tomaron Tawarga pero retrocedieron para proteger a las mujeres y a los niños; que Gadafi droga a sus tropas para que le sean leales (exactamente la misma acusación que el dictador ha dicho tantas veces de los rebeldes); que ayer mataron más de cien soldados enemigos… Con ruedas de prensa como ésta, quién necesita la realidad.

P.D. sobre los comentarios en el blog: a partir de hoy, he decidido cancelar la posibilidad de dejar comentarios en el blog, y he borrado los comentarios de días anteriores. En este blog explico mi experiencia como fotógrafo en la guerra de Libia, e inevitablemente lo personal se mezcla con la política. Pero no es un espacio para discutir sobre quién lleva razón en la guerra, ni para hacer apología de un dictador, y menos aún para hacerlo desde el anonimato. No me molesta, pero no es el sitio. Agradezco los comentarios positivos que hasta ahora he tenido, y animo a quien me quiera comunicar algo constructivo (positivo o no) a que lo haga a través del formulario de contacto de mi página web: http://www.eduardodefrancisco.com/es/Contacto.html



sábado, 11 de junio de 2011

Día diecinueve: días de muerte y duelo


Misrata es una ciudad de contrastes y de emociones fuertes. Si todo el mundo parece vivir como si fuese el último día de su vida, es porque realmente puede que lo sea. La ciudad vive el momento, el día a día, sin pensar ni plantearse qué puede pasar mañana, el mes que viene, el próximo año y sobre todo, el día en que Gadafi no exista. Gadafi es hoy más que nunca el eje de la vida de los libios, su principal punto de referencia, el objeto de su odio más visceral. Se le maldice, se desea su muerte todo el rato, se le achacan los males más diminutos. Forma parte de esa misma sensación intensa de vivir el momento, es su lado negro, el demonio necesario en el que reflejar su unión, su solidaridad, sus esperanzas de futuro.

Hoy el frente de Ad Dafiniyah estaba prácticamente vacío. En las posiciones avanzadas, un puñado de hombres se acurrucaba detrás de los contenedores. Entre posición y posición, habitualmente un jaleo de coches y kalashnikovs, con colchones y mantas por todas partes, hoy no había nada.

Anoche, en la televisión libia, el dictador dio uno de sus discursos grandilocuentes. Se iba a vengar, dijo, iba a erradicar a los rebeldes, a matarlos como ratas, a contraatacar. Y dicho y hecho, a partir de las cinco de la mañana, sobre todos los frentes de Misrata han empezado a llover las bombas: morteros pero sobre todo misiles Grad, la evolución de los Katyusha soviéticos, con alcance y puntería mejorados. Con regularidad y con intensidad, del cielo caía la muerte sobre Misrata. Ad Dafiniyah, Abderuf, Tawarga, los tres frentes de la ciudad arden hoy y desde el mismo centro de Misrata se puede oír cómo retumban los misiles.

Khalil, amigo del puesto dos con el que ya he compartido un par de incursiones, resume lo que todos piensan: “¿Qué pasa con la OTAN? ¿Dónde están? Mientras ellos piensan y deciden, nosotros todos los días enviamos hombres al cementerio”.

Hoy no había símbolos de victoria ni gritos de ánimo. Nada se puede hacer contra un misil, que mata allí donde cae, la pelea es tan desigual que los soldados se desesperan. A fin de cuentas no son profesionales de la guerra sino civiles con un arma en la mano, ciudadanos de a pie que hasta hace muy poco tiempo se dedicaban a sus asuntos y hoy se ven metidos hasta las cejas en una guerra sin comerlo ni beberlo. Hoy están desmoralizados, irritados, tremendamente frustrados ante esta lotería de la muerte.

Pero no me da tiempo a pensar mucho: un misil cae a unos doscientos metros, esto es peligroso, decido irme al hospital del frente.

Van llegando heridos. Un hombre se desangra, sobre él hay un bosque de brazos levantados con sueros y sangre. Un médico le practica una traqueotomía y de repente un tubo de plástico le surge de la garganta, pero no hay tiempo para casi nada, pierde el pulso y muere con una rapidez que me aterra, y de la misma manera es envuelto en una manta, retirado. No sé cómo ha pasado, la irrealidad del momento contrasta con el hecho de que tengo fotos. Y se supone que las fotos reflejan la realidad.

Un trabajador lava el suelo salpicado de sangre por debajo de la camilla. Empuja el líquido rojizo hacia la calle, la sangre se desparrama sobre la tierra del exterior, desapareciendo al instante, absorbida por la arena. El sol termina de secar el cemento, los médicos van a lavarse y descansar. Queda un hueco vacío y un profundo silencio allí donde un hombre acaba de perder la vida.

Jalal, uno de los trabajadores del hotel, es un hombre mayor, amable y paciente. Ayuda a los periodistas en todo lo que puede, lo ha hecho desde el primer día de una manera natural y espontánea. Hoy, sin embargo, ha fallecido su sobrino en el frente de Tawarga, y me acerco al entierro. No es la misma persona que vi morir por la mañana pero fácilmente podría haberlo sido, y éste, el último y definitivo eslabón. Los hombres rezan, una multitud seria, que forma líneas horizontales frente a un ataúd sencillo de madera de pino. Una mezquita simple, un pequeño cementerio de barrio plagado de tumbas de tierra o cemento. La sencillez de los cementerios musulmanes.

No serán más de quince minutos, lo que se tarda en finalizar todo el ritual. El cuerpo sin vida del joven se trasvasa de un cajón a otro, se cierra la tapa, se cubre todo con algas de mar, con tierra, con piedras. Se riega. La multitud no deja de cantar “Shahid habib Allah”, los muertos en combate son amados por Allah. Un hombre clama contra Gadafi, da un discurso que trata sobre agravios que serán vengados, injusticias que no se permitirá que continúen, justicia que habrá de llegar tarde o temprano, en este mundo o en el siguiente. El consuelo es superficial: los familiares rompen en sollozos, se abrazan, reciben el pésame de todo el mundo.

Y otra vez, y por segunda vez hoy, todos se van a casa y el trasfondo del ruido del tráfico tan sólo acentúa el silencio tan profundo que oigo, el abismo de vacío que es la única alternativa a pensar en un hombre que apenas unas horas antes desayunaba y partía hacia el frente.

En el hospital de Hikma han pegado una lista a una pared: diecisiete nombres, diecisiete muertos en lo que va de día es el resultado de la venganza de Gadafi sobre la ciudad. Decenas de heridos, un número incontable de hombres y mujeres que esta noche sufrirán de duelo y dolor.



viernes, 10 de junio de 2011

Día dieciocho: las líneas rojas


Junio avanza, la primavera termina, se acerca el tórrido verano… Y la guerra sigue y sigue. Retomando la pregunta que ayer se hacía Ahmed, el médico del hospital del frente… ¿Por qué la OTAN no acaba con Gadafi de una vez?

Por un lado está lo militar, y por el otro está lo político. Según lo que he visto en el frente, no creo que a los soldados rebeldes les costase mucho desbordar las líneas de Gadafi y lanzarse sobre Trípoli. Si el dictador tiene armamento pesado, para eso está la OTAN: con protección aérea los milicianos no tendrían mucha oposición, y serían pocos los soldados del ejército libio que defendiesen a su líder hasta el final. Parece claro que los países de la OTAN estarían interesados en acabar esto lo antes posibles por toda una serie de razones: el coste de la intervención en un momento de crisis, ejércitos que ya están implicados en otras guerras, la creciente dificultad de justificar el bombardeo de objetivos militares que no están a su vez bombardeando civiles (y por tanto excederse en su mandato de proteger civiles), y el riesgo de que el conflicto se paralice y se convierta en una larga sangría en un país que pierde el entusiasmo y el idealismo del momento. Libia podría recordar a Afganistán después de la expulsión del ejército rojo.

Pero a mi entender, lo que la OTAN no quiere es que Libia recuerde no ya a Afganistán sino a Iraq. Sigue sin estar claro cómo las filiaciones tribales afectarían las luchas de poder en una Libia post-Gadafi. Sigue sin saberse qué tipo de arreglo tendrían las diferentes facciones del Consejo Nacional de Transición (varios grupos de influencia en Bengasi más los de Misrata, los de Trípoli eventualmente, los de las ciudades que van siendo liberadas), qué pasaría con el aparato del estado (en Iraq, el proceso de “de-Baathificación” del país fue el mayor de los desastres), hasta qué punto llegarían las venganzas con los que fueron leales al dictador depuesto. Y claro, quién se lleva los lucrativos contratos de extracción de petróleo en la nueva Libia y si los antiguos (firmados con el tirano por varias empresas occidentales, entre ellas Repsol) siguen en vigor.

Hay también algunas particularidades del país que hay que tener en cuenta. Si entre Misrata y Zlitan o Tawarga, que son ciudades vecinas, no se llevan nada bien; si entre los del este (la antigua Cirenaica) y los del oeste (Tripolitania) a veces parecen pertenecer a países diferentes; si la liberación por parte de soldados de otra ciudad puede ser vista como una humillación… ¿Qué entidad tiene, en realidad, la nación libia liberada? Detrás de las banderas, de las canciones patrióticas en la plaza de Sahat Al-Hout cantadas a pleno pulmón por decenas de niños, de las fotografías omnipresentes de los antiguos combatientes coloniales, ¿hay un espíritu nacional ante el que las otras filiaciones vendrían a menos?

Así que no me parece descabellado que sí, que la guerra debe terminar pronto pero no demasiado pronto. El tiempo justo y suficiente para que esté más o menos claro cuál sería la particular hoja de ruta para pilotar una transición hacia un gobierno estable.

Y así surge el concepto de línea roja. Que el ejército rebelde no puede traspasar. Más allá de la cual, la OTAN no garantiza su apoyo. Las líneas que una y otra vez los oficiales de la OTAN niegan que existan y por su lado los rebeldes (soldados y comandantes, incluso a veces en declaraciones oficiales) dicen que sí que existen. De manera que da lo mismo que en Ad Dafiniyah se hagan incursiones todos los días, no importa si se conquistan dos, diez o veinte kilómetros: acabado el ejercicio, retirados los soldados muertos o el material incautado, jugándose la vida por creer en lo que están haciendo, los soldados rebeldes tienen que volver a la casilla cero, a la carretera de donde salieron, al punto de partida.

Y lo demás es juego: ir golpeando a Gadafi (pero no mucho), no dejar que caigan las ciudades rebeldes (pero tampoco liberar otras nuevas, más bien animar levantamientos espontáneos, una clave importantísima de esta guerra), animar a la población con ataques de helicópteros mágicos que luego o no llegan (Misrata) o son mínimos (Brega), y entretanto esperar cómodamente en una situación que en el fondo beneficia a la alianza atlántica, pues les pone en el control de una guerra extraña en un momento en que varios de los países líderes de la ofensiva tienen elecciones dentro de poco.

jueves, 9 de junio de 2011

Día diecisiete: diez kilómetros dentro del frente


Levantarse, desayunar, coger chaleco y casco, recorrer los 25 kilómetros hasta el frente… Una rutina, a estas alturas, como la de cualquier otro trabajador del mundo. Unos cogen el metro y encienden el ordenador, yo subo en pick-ups conducidas por psicópatas de la velocidad que luego se lían a pegar tiros mientras yo les hago fotos. No hay tanta diferencia.

Hoy la historia era, de nuevo, buscar alguna evidencia de los ataques de la OTAN. Llego a Ad Dafiniyah con un compañero que escribe para el periódicos británico The Guardian. Caen morteros, hay fuego en la distancia, aparece un tipo con una excavadora y dos soldados de Gadafi atados en el capó. Me lanzo a fotografiarles pero de repente me topo con lo que parece ser el único tabú fotográfico de esta guerra, porque uno de los médicos me prohíbe hacer fotos e insiste en que las borre. En una ciudad donde no hay problema en hacer fotos a los cadáveres, a los heridos, a equipos de médicos en medio de una intervención de urgencia… ¿Cuál es el problema? No hay una explicación clara, e intuyo (porque ya lo he presenciado en otros sitios) que los rebeldes tienen un sentido muy claro de qué quieren que se muestre fuera. Y aunque para mí nada tiene de particular llevarse los cadáveres de los enemigos de esa manera, la escena tiene unas reminiscencias de salvajismo que no es conveniente mostrar.

(En un aparte, he de decir que, como hombre, no puedo hacer fotos de mujeres, ni siquiera paseando por la calle. Otra vez me encuentro con ese cincuenta por ciento de la sociedad libia que va a ser totalmente invisible para mi cámara).

Me muevo hasta la posición número dos, entro inmediatamente por la carretera que conozco de antes, allí donde ya me parece evidente que se concentran los ataques rebeldes. Hoy han sido las tropas enemigas las que han atacado muy de mañana, y es evidente que a los de aquí no les ha gustado nada. Llegamos a una mezquita donde se han concentrado los coches, preparándose para atacar más allá. Y es tan sólo una cuestión de minutos, porque los soldados tienen muchas ganas de pelear. Se encomiendan a Allah, y allá que vamos, avanzando a pie de un parapeto a otro, apenas cubiertos por pinos y eucaliptus, disparando ráfagas antes de saltar sobre los olivares, que se recorren aprisa. Los rebeldes empujan fuerte, veo las ametralladoras montadas en los coches disparar, turnándose en una dinámica que ya me es conocida: cargar los cañones de 14.5 ó 13 mm, avanzar marcha atrás entre gritos de ánimo y a toda velocidad, parar en una posición más allá de donde están los soldados a pie, descargar el arma hacia puntos más o menos indefinidos hasta que la ametralladora se encasquilla, golpear la ametralladora, gritar al conductor, volver a toda velocidad a la protección de la retaguardia. Hay también algún que otro descerebrado que, a pecho descubierto, salta sobre la protección de los terraplenes y dispara sin miedo.

Puedo ver, a lo lejos, a un grupo de soldados de Gadafi. Me parecen un poco desprotegidos, sobre la carretera. Uno dispara de repente su kalashnikov con una cierta timidez, dadas las circunstancias, y los rebeldes responden con una cantidad desproporcionada de fuego: cañones de 13mm, ametralladoras, kalashnikovs… Para cuando el humo nos deja ver, no hay ni rastro del enemigo.

La guerra, o al menos esta guerra, es una cuestión tanto de recursos como de psicología. Los rebeldes están motivados porque están librando su país de un dictador psicópata. Pelean en su ciudad, defienden a su familia, han sufrido un mes y medio de una terrible guerra urbana donde todo el mundo ha perdido un familiar cercano. Sienten dentro de sí un ímpetu revolucionario, liberador. Se creen protagonistas de su propia historia, y son conscientes de que están escribiendo páginas en la historia de su país. Ante todo esto, ¿qué puede motivar a un soldado leal a Gadafi? Mercenarios del sur del país (o extranjeros) que luchan por un perturbado que se va quedando solo por momentos. En su lugar, yo no dudaría en tirar el arma y salir corriendo.

Calculo que estamos diez kilómetros dentro del frente, y varios soldados me confirman que la siguiente ciudad, Zlitan, están tan sólo cinco kilómetros más allá. Hemos desbordado el frente, los malos están en desbandada, no hay una oposición digna de tal nombre… ¿Qué pasa aquí, por qué no avanzamos hasta tomar Zlitan?

Pero los rebeldes se han reagrupado, vamos a volver otra vez a nuestra línea de partida. Han subido una bandera tricolor (roja, negra y verde con una media luna y una estrella blancas en el centro) sobre el minarete de una mezquita donde parece ser que a menudo se alojan los francotiradores que les disparan. Al igual que yo, están sudorosos y cansados, pero exaltados por la victoria. Ahora las fotos de compromiso se repiten, y saltan y hacen el signo de la victoria para privilegio de mi cámara. Yo lo único que quiero es quitarme el chaleco y el casco, y cuando lo hago al salir del frente, tengo la camiseta empapada de sudor.

Pero el día no termina aquí, en realidad apenas son las doce del mediodía. Nos vamos al hospital de campaña, un puesto avanzado a siete kilómetros del frente donde se estabilizan a los heridos antes de enviarlos a Hikma, el hospital principal de Misrata. Nada más llegar, hay dos hombres en sendas camillas y un grupo de médicos se atarea intentando resucitar a uno de ellos, que ha ingresado sin pulso ni respiración. La cabeza llena de sangre, electrodos en el pecho midiendo sus constantes vitales, goteros con suero y sangre… Dos médicos se turnan practicándole un masaje cardíaco y su pecho se hunde profundamente y se vuelve a levantar. De repente se apartan de él… Y le veo respirar, y me fascina ver su pecho subiendo y bajando como si jamás hubiese visto un cuerpo vivo. Con la misma eficiencia, con diligencia profesional absoluta y una coordinación propia de un ballet, desconectan cables y recogen tubos, le mudan a una camilla y se lo llevan en una ambulancia. Cinco minutos después, sin embargo, vuelven a entrar. Ha perdido de nuevo las constantes vitales y esta vez, quince minutos de rehabilitación sólo sirven para concluir que ha muerto, que no hay nada que hacer. No es un soldado más, es un hombre que acaba de morir delante de mis ojos, que hace apenas cuatro meses no habría podido ni siquiera concebir que su vida iba a acabar en una camilla con una herida profunda en la cabeza, encharcado en su propia sangre.

Otra vez el frío profesionalismo de los médicos. Le recogen, limpian lo que ya es un cadáver, comienzan los ritos funerarios atando los dedos de los pies y las rodillas, envolviéndole en una manta. No sé qué pensar, no sé qué hacer, fotografiar es de repente irrelevante e innecesario, dos de sus camaradas del frente lloran desconsolados.

He visto tantas atrocidades, que aunque siempre sonrío, por dentro no dejo de llorar. Hago esto porque soy médico, ¿qué otra cosa podría hacer cuando hay gente muriendo a mi alrededor? Estoy aterrado, tengo miedo de venir a trabajar cada día, pero… ¿Cómo no voy a venir si hay hombres que están muriendo y yo soy médico?

Ahmed es uno de esos hombres que, rodeando a los heridos, parece no inmutarse cuando uno muere. Pero la procesión va por dentro. Su experiencia personal no parece estar lejos de sus opiniones políticas:

¿Por qué la OTAN no acaba ya con esto? O que no lo hagan: no necesitamos a la OTAN. Sólo necesitamos que nos dejen luchar, que nadie nos retenga, que nos den armas.

Vuelvo a Misrata. Paso la tarde atareado enviando las fotos de la mañana, viendo cómo en tan sólo unas horas mi trabajo comienza a resurgir en las páginas web de medios importantes de todo el mundo. Repito para mí que esto es importante, que no me arrepiento, que estoy haciendo un buen trabajo. Y es cierto y estoy convencido de ello, pero todos estos propósitos profesionales no me van a hacer olvidar.

Mañana no voy a trabajar. Quizá sea el momento de para un momento, dar un paso atrás, pensar en hacia dónde va esta guerra.




miércoles, 8 de junio de 2011

Día dieciséis: detrás de las líneas enemigas


Hoy es uno de esos días en que al suerte cambia de minuto en minuto. La mañana fue toda perdida: la cita, a través de un compañero periodista, era con un industrial que mantiene operativa una planta de producción de acero. Junto al puerto de Misrata, a lo largo de avenidas enormes y vacías, en el lugar más desolado del planeta, pasamos junto a los desechos del campamento de emigrantes que fueron desalojados hace un par de meses. Palos plantados en la arena, curvados para formar chozas precarias que se cubren con trozos de plástico, diminutas madrigueras de medio metro de altura que han alojado familias enteras de africanos durante semanas. Inmediatamente me recuerda a los campos de refugiados de Darfur. A su lado, apenas doscientos metros más atrás, hay un conjunto de chalés adosados con su torre de agua, su muro protector (los guardas de seguridad en su puesto), sellado del mundo. Nos dicen que aquí se alojaban muchos trabajadores extranjeros, obviamente no los negros que limpiaban los váteres de la ciudad sino probablemente ingenieros, técnicos cualificados. Ahora, al menos, estas casas han servido para alojar a los agricultores evacuados de Ad Dafiniyah, donde el frente ha partido por la mitad la zona de cultivos.

En cualquier caso, no encontramos al señor en cuestión. Está reunido, está en otra parte, no ha pasado por aquí en toda la mañana. Volvemos, es mediodía, siento que puedo perder otra vez el día y, arrastrando mi chaleco antibalas y mi casco, me voy al frente de Ad Dafiniyah, mi favorito, donde la gente me conoce por mi nombre y yo conozco o me suenan la mayor parte de las caras. Hay siempre una recompensa en este tipo de intimidad, en conocer a la gente: hacer fotos no es una simple cuestión mecánica de apretar un determinado botón en un determinado momento. La fotografía, también el fotoperiodismo, es una interpretación de la realidad. Aplicar una visión personal a un determinado momento. Como en otras disciplinas periodísticas, la objetividad es un ideal inexistente hacia el que uno tiene que tender a sabiendas de que es inalcanzable. Más que objetivo, un fotógrafo debe ser honesto. Y para ser honesto, es imprescindible saber qué pasa por la cabeza de las personas que tienes delante del objetivo, conocerles bien, compartir su vida. Y en Misrata yo no paro de fotografiar soldados, así que no hay otra manera de hacer bien mi trabajo que pasar con ellos las tardes aburridas, comer juntos, compartir sus bromas y finalmente, ir con ellos cuando llega el momento de los tiros.

Esta vez no se trata de tiros. Mohammed, del puesto cuatro, me lleva hasta el extremo sur del frente, donde ya no hay carretera y se acaban los cultivos, más allá de los últimos trigales. Detrás de una tienda de campaña donde sestean unos cuantos soldados, ya no hay más frente. Y de allí, en dirección a donde se encuentran los soldados leales a Gadafi, nos vamos con una patrulla de reconocimiento. Los hombres caminan cautos, no se espera un enfrentamiento pero nunca se sabe. Otean el horizonte con los prismáticos, subimos una loma larga entre pinares, a veces al descubierto. En la altitud de un pequeño cerro, agachados, vemos el frente en su totalidad: la línea recta de la carretera que se pierde en dirección al Mediterráneo, al norte. A nuestra izquierda, en dirección oeste, la cuadrícula de las tierras cultivadas dibuja otra línea recta, que es la línea de parapetos de los soldados de Gadafi. Por detrás de nosotros, entrando en África… No hay nada. Campos yermos, resecos, el principio inevitable del Sáhara, donde no hay posiciones de ningún ejército hasta unos seis o siete kilómetros de distancia, donde empieza el frente de Abderuf.

Es chocante ver que entre una zona de combates y la otra no haya nada, un gran agujero, un vacío. Hay huellas de camellos en la arena, también de vehículos. ¡Sería tan fácil rodear las fuerzas rebeldes! Pero cada vez tengo más claro que en esta guerra hay piezas que no encajan. ¿Acaso no podrían los soldados de Misrata conquistar terreno? Por su parte, ¿no se supone que tenemos delante la famosa Brigada 32, el cuerpo de élite de Khamis, el hijo de Gadafi? ¿O es en Zlitan? ¿O quizá guardan al dictador en Trípoli? Oímos un avión por encima que sólo puede ser un caza de la OTAN. Y seguimos avanzando.

No se dejan de oír los cohetes Grad de un lado a otro, como un diálogo entre ejércitos que se llega a oír incluso desde Misrata, a treinta kilómetros de distancia. De repente, sin embargo, oigo un ruido de ametralladoras mucho más allá, hacia el oeste. Me dicen que es Zlitan, la ciudad que está justo ahora teniendo su propio martirio, donde se han sublevado grupos de ciudadanos como lo hicieron el 19 de febrero en Misrata. Así que esto, al menos, sí que es cierto: en Zlitan hay combates.

Como no hemos dejado de caminar, hay un momento en que estamos más allá de la línea de tropas de Gadafi. Vemos desde lo alto grupos de eucaliptus donde me dicen que se refugian, algo más atrás de donde nos encontramos.

Y entonces, cuatro o cinco de los soldados que van con nosotros sacan del bolsillo un teléfono móvil. Y se ponen a hablar con sus familiares de Trípoli. En seguida caigo: en Misrata no hay red de móvil, pero en este cerro avanzado seguramente llega la cobertura. La patrulla era de reconocimiento, sí, pero también sirve para algo más.