miércoles, 8 de junio de 2011

Día dieciséis: detrás de las líneas enemigas


Hoy es uno de esos días en que al suerte cambia de minuto en minuto. La mañana fue toda perdida: la cita, a través de un compañero periodista, era con un industrial que mantiene operativa una planta de producción de acero. Junto al puerto de Misrata, a lo largo de avenidas enormes y vacías, en el lugar más desolado del planeta, pasamos junto a los desechos del campamento de emigrantes que fueron desalojados hace un par de meses. Palos plantados en la arena, curvados para formar chozas precarias que se cubren con trozos de plástico, diminutas madrigueras de medio metro de altura que han alojado familias enteras de africanos durante semanas. Inmediatamente me recuerda a los campos de refugiados de Darfur. A su lado, apenas doscientos metros más atrás, hay un conjunto de chalés adosados con su torre de agua, su muro protector (los guardas de seguridad en su puesto), sellado del mundo. Nos dicen que aquí se alojaban muchos trabajadores extranjeros, obviamente no los negros que limpiaban los váteres de la ciudad sino probablemente ingenieros, técnicos cualificados. Ahora, al menos, estas casas han servido para alojar a los agricultores evacuados de Ad Dafiniyah, donde el frente ha partido por la mitad la zona de cultivos.

En cualquier caso, no encontramos al señor en cuestión. Está reunido, está en otra parte, no ha pasado por aquí en toda la mañana. Volvemos, es mediodía, siento que puedo perder otra vez el día y, arrastrando mi chaleco antibalas y mi casco, me voy al frente de Ad Dafiniyah, mi favorito, donde la gente me conoce por mi nombre y yo conozco o me suenan la mayor parte de las caras. Hay siempre una recompensa en este tipo de intimidad, en conocer a la gente: hacer fotos no es una simple cuestión mecánica de apretar un determinado botón en un determinado momento. La fotografía, también el fotoperiodismo, es una interpretación de la realidad. Aplicar una visión personal a un determinado momento. Como en otras disciplinas periodísticas, la objetividad es un ideal inexistente hacia el que uno tiene que tender a sabiendas de que es inalcanzable. Más que objetivo, un fotógrafo debe ser honesto. Y para ser honesto, es imprescindible saber qué pasa por la cabeza de las personas que tienes delante del objetivo, conocerles bien, compartir su vida. Y en Misrata yo no paro de fotografiar soldados, así que no hay otra manera de hacer bien mi trabajo que pasar con ellos las tardes aburridas, comer juntos, compartir sus bromas y finalmente, ir con ellos cuando llega el momento de los tiros.

Esta vez no se trata de tiros. Mohammed, del puesto cuatro, me lleva hasta el extremo sur del frente, donde ya no hay carretera y se acaban los cultivos, más allá de los últimos trigales. Detrás de una tienda de campaña donde sestean unos cuantos soldados, ya no hay más frente. Y de allí, en dirección a donde se encuentran los soldados leales a Gadafi, nos vamos con una patrulla de reconocimiento. Los hombres caminan cautos, no se espera un enfrentamiento pero nunca se sabe. Otean el horizonte con los prismáticos, subimos una loma larga entre pinares, a veces al descubierto. En la altitud de un pequeño cerro, agachados, vemos el frente en su totalidad: la línea recta de la carretera que se pierde en dirección al Mediterráneo, al norte. A nuestra izquierda, en dirección oeste, la cuadrícula de las tierras cultivadas dibuja otra línea recta, que es la línea de parapetos de los soldados de Gadafi. Por detrás de nosotros, entrando en África… No hay nada. Campos yermos, resecos, el principio inevitable del Sáhara, donde no hay posiciones de ningún ejército hasta unos seis o siete kilómetros de distancia, donde empieza el frente de Abderuf.

Es chocante ver que entre una zona de combates y la otra no haya nada, un gran agujero, un vacío. Hay huellas de camellos en la arena, también de vehículos. ¡Sería tan fácil rodear las fuerzas rebeldes! Pero cada vez tengo más claro que en esta guerra hay piezas que no encajan. ¿Acaso no podrían los soldados de Misrata conquistar terreno? Por su parte, ¿no se supone que tenemos delante la famosa Brigada 32, el cuerpo de élite de Khamis, el hijo de Gadafi? ¿O es en Zlitan? ¿O quizá guardan al dictador en Trípoli? Oímos un avión por encima que sólo puede ser un caza de la OTAN. Y seguimos avanzando.

No se dejan de oír los cohetes Grad de un lado a otro, como un diálogo entre ejércitos que se llega a oír incluso desde Misrata, a treinta kilómetros de distancia. De repente, sin embargo, oigo un ruido de ametralladoras mucho más allá, hacia el oeste. Me dicen que es Zlitan, la ciudad que está justo ahora teniendo su propio martirio, donde se han sublevado grupos de ciudadanos como lo hicieron el 19 de febrero en Misrata. Así que esto, al menos, sí que es cierto: en Zlitan hay combates.

Como no hemos dejado de caminar, hay un momento en que estamos más allá de la línea de tropas de Gadafi. Vemos desde lo alto grupos de eucaliptus donde me dicen que se refugian, algo más atrás de donde nos encontramos.

Y entonces, cuatro o cinco de los soldados que van con nosotros sacan del bolsillo un teléfono móvil. Y se ponen a hablar con sus familiares de Trípoli. En seguida caigo: en Misrata no hay red de móvil, pero en este cerro avanzado seguramente llega la cobertura. La patrulla era de reconocimiento, sí, pero también sirve para algo más.



martes, 7 de junio de 2011

Día quince: persistencia, constancia, paciencia

La persistencia es la madre de todas las victorias. La constancia y la paciencia se premian. No hay nada inalcanzable para el que se entrega en cuerpo y alma, para el que pone su corazón en una tarea por muy frustrante que a veces ésta parezca.

Todo eso, y más, he pensado durante todo el día. Salí para Ad Dafiniyah con la intención de estar allí hasta que pasase algo: un ataque donde me pudiera incorporar, la carrera a Trípoli, la caída de un meteorito… Lo que fuese. Además, esperar los ataques de la OTAN está siendo como esperar a Godot: han de venir, hoy mismo los helicópteros Apache (legendarios en Misrata, y eso que nunca nadie ha visto uno o en parte por ello) han bombardeado la ciudad de Brega y es inminente (o eso parece) que ataquen Misrata.

Va sin embargo emergiendo la idea de que no sería apropiado que los soldados de Misrata avancen sobre Trípoli. No sentaría bien al orgullo de los de la capital, y es posible incluso que los recelos entre ciudades conduzcan a enfrentamientos entre ellos. Quizá sea ésa la idea de la OTAN: facilitar levantamientos locales que vayan sumando ciudades al lado rebelde, en lugar de una ofensiva conquistadora de este a oeste. Tiene sentido, supongo, incluso en Misrata se pueden observar antiguas inquinas entre los de aquí y los de Zlitan o Tawarga. En cualquier caso, una estrategia así significaría para mí que no iría a Trípoli en volandas de la ofensiva rebelde sino más bien de manera torpe, lenta, saltando de ciudad en ciudad como buenamente pueda.

Y lo que he experimentado todo el día ha sido el aburrimiento de los soldados, el pasar las horas hablando y haciendo bromas cuando por encima de ti pasan los morteros, inalcanzables, que caen dos o trescientos metros lejos de ti pero que sin embargo podrían caerte encima: en el segundo puesto (de los cuatro que forman el frente), dos soldados han muerto al caerles un mortero encima. Sus compañeros lo saben, literalmente odian este tipo de guerra impersonal contra la que no pueden hacer absolutamente nada y se confirma así mi impresión de que las salidas de los rebeldes en busca de enfrentamiento, tan aleatorias, se deben más al aburrimiento y la desesperación, y son una válvula de escape necesaria más allá de las razones –en todo caso genuinas- que iniciaron esta revuelta.

Como ya me conocen, un soldado del puesto cuatro me cuentan que hay un ataque planeado para la una o las dos. Su compañero le calla: no digas nada, podrías estar hablando a un espía de Gadafi. Me recuerda a la rueda de prensa de anoche, en la que el portavoz militar de los rebeldes explicó que “algunos elementos”, disimulados como periodistas, acompañaban a los soldados para enviar así la posición GPS de las fuerzas al ejército del dictador, que de esta manera les podría bombardear a placer. A nadie se le ocurre cómo de estúpido sería dar la que viene a ser tu propia posición para ser bombardeado, pero el sentido común nunca ha sido el fuerte de los militares, y los chavales que están conmigo en el frente cada vez parecen más un grupo de adolescentes crecidos que no tienen muy claro qué es lo que les ha caído encima.

Llega Mohammed, mi amigo, y tranquilamente me dice que desde la sala de control les han ordenado estar preparados, que efectivamente podrían salir al ataque. Pero las horas pasan y no hay ataque ni confirmación de nada, así que comemos arroz con carne de camello, nos fumamos una nargileh, charlamos. Me siento cada vez más integrado: ahora nadie me ofrece cosas, si quiero un té lo cojo yo, si tengo sed yo voy a por agua. En el frente todo el mundo me llama por mi nombre, y tipos que no recuerdo de nada me hablan con total naturalidad del día que nos vimos aquí o allá. A estas alturas casi todo el mundo sabe ya mi nombre, mi país, para quién trabajo, mi equipo de fútbol favorito (esto me lo he inventado, y por supuesto digo ser de los que hace poco han ganado), me voy haciendo invisible para ellos. Es bueno, un fotógrafo siempre desea pasar desapercibido, ser invisible: sin que te vean, ves mejor.

Algunos de los periodistas con los que comparto hotel se van al frente a medianoche, con la esperanza de presenciar en directo los ataques de los helicópteros Apache de la OTAN, en caso de que sea ésta la noche que deciden atacar. Pensando que lo más que podría hacer es oírlos, que hacerles fotos (o incluso verlos) es imposible, me quedo.


lunes, 6 de junio de 2011

Días trece y catorce: nada de nada

Salgo para el frente, chaleco y casco al ristre. Me lleva un tipo que tiene una radio, y sin saber cómo, me veo en medio de la nada hablando con un oficial que me dice que hoy no puedo hacer fotos. Y no puede decirme por qué, es secreto. Y tampoco me puede decir si tiene algo que ver con los ataques que la OTAN debería dejar caer sobre las posiciones de Gadafi en Misrata en cualquier momento, esto también es secreto. Así que retrocedemos pero en cuanto llegamos a la autopista que lleva al frente, me bajo del coche y busco los pick-ups de los soldados. En seguida me recogen y en un momento estoy en el frente… En el que no pasa nada. Por un momento pienso en qué diré si me pillan, igual alguien piensa que soy un espía.

Pero tres horas después estoy completamente aburrido, incongruente cargando con mis diecisiete kilos de protección militar (encima, el casco me aprieta en la frente) y una cámara en cada hombro que sólo me sirven para hacer fotos a los soldados. Puede que sea por la impaciencia o puede que sea por el aburrimiento, pero creo que si alguien me vuelve a preguntar que si soy del Barça o del Madrid, aquí (en el frente mismo) va a haber una desgracia.

Vuelvo a Misrata, paso la tarde buscando alguna foto buena en la ciudad, y según camino veo, por todas partes, una ciudad que vuelve a la vida: hay cuadrillas de niños que barren las calles, y de Tripoli Street han retirado gran parte de la chatarra militar. De hecho, ahora la calle más céntrica de Misrata está abierta al tráfico. Es un poco extraño seguir viendo agujeros inmensos de mortero en los edificios, fachadas de varios pisos acribilladas por las balas, columnas a las que les faltan partes, tiendas aún destrozadas y aún cerradas, y al mismo tiempo los coches con familias circulando por delante.

Pero lo que realmente importa es ver una carnicería donde hace tres días sólo había una persiana metálica. Son ese tipo de transformaciones, que no van a salir en los periódicos y que son menos perceptibles que el impacto de un mortero, las que significan mucho más en la vida de la gente: ante mis ojos, Misrata renace. No he presenciado los terribles combates de los meses pasados, en los que cada casa era una trampa mortal; sin embargo, estoy ahora, mediada la primavera, presenciando la vuelta a la vida de una ciudad sitiada y mártir durante tantas semanas.

Porque lo cierto es dejó de haber combates dentro del casco urbano hace ya un mes. Y durante semanas nada se movió en la ciudad, que permaneció dormida, traumatizada. Ha sido en el espacio de muy pocos días que Misrata se ha ido desperezando, como si la gente hubiese despertado de repente y decidido, de forma colectiva, que ya está bien.

Y pasa la noche y llega otro día, y otra vez voy al frente y otra vez vuelvo sin fotos que merezcan la pena. Por si acaso voy al hospital, porque cuando hay heridos en Ad Dafiniyah, media hora después están en Hikma Hospital. Y me encuentro a médicos y enfermeros mano sobre mano, charlando y tomando té. Y también me encuentro con la contradictoria sensación de que yo tengo más trabajo (y por tanto gano dinero) cuantos más combates haya, cuanta más destrucción y muerte. Y si no pasa nada, como hoy, yo vuelvo al hotel sin buenas fotos.

Por la noche hay una rueda de prensa. Un oficial de enlace de la OTAN y el portavoz de los militares rebeldes se empeñan en contar historias irreales sobre atrocidades que no están pasando (alguien tiene una agenda oculta, la explicación de siempre), ataques que no están sucediendo, contingentes enormes de efectivos enemigos (a los que por supuesto pueden hacer frente sin pestañear), etc. ¡Qué razón tenía Kapuscinsky en su desinterés por lo que los poderosos tenían que decir!. Hora de dormir.




domingo, 5 de junio de 2011

Día doce: el otro frente – Hospital Hikma




Hoy tocaba ir a Tawarga de nuevo, a ver si era posible acercarse más. El primer problema es que Tawarga ya no está en manos rebeldes: los soldados de Gadafi han ocupado esta ciudad, famosa porque sus habitantes no son árabes sino africanos negros. Famosa también por las batallas casa a casa de hace mes y medio y por último, famosa porque ha sido escenario de un gran número de violaciones. No cuesta imaginar que los habitantes de Misrata y los de Tawarga no se llevan precisamente muy bien, y de hecho los de ‘aquí’, al capturar a algunos de los soldados de Tawarga, han procedido al antiguo método de castigo que consiste en amputar los genitales de los supuestos culpables. Hay una razón para todo esto: los habitantes de Tawarga son descendientes de los antiguos esclavos que la gente de Misrata tenía en sus casas, el fruto de siglos de comercio de esclavos a través del Sáhara. Cuando finalmente les concedieron la libertad, les cedieron esta zona estéril para establecerse. Es posible que la esclavitud sea una memoria bastante viva: Mohammed, mi amigo del puesto 4 de Ad Dafiniyah, me cuenta que su abuelo tenía dos siervos negros en casa.

Así que cruzo Kararim, donde no pude seguir hace tres días, montado en un Mercedes a 180 kilómetros por hora autopista abajo en un estruendo de música pop árabe que la radio vomita. El autoestop es lo que tiene, no puedes realmente escoger ni quejarte. Llegamos a la última línea rebelde, en medio del desierto. Este lado del frente se parece bien poco a Ad Dafiniyah, es una llanura esteparia, reseca, apenas puntuada por diminutos arbustos y rota de vez en cuando por lagunas saladas. Sobre la línea del horizonte, difuminados por el calor, se ven árboles y algún depósito de agua, el inicio de la ciudad. La posición rebelde está formada por cuatro coches alrededor de un fuego donde un hombre hace té sin parar, repartiendo vasitos diminutos que los soldados beben mientras charlan. No hay actividad ni parece que vaya a haberla, así que visito los distintos puestos.

Se dice que esta noche, la OTAN por fin va a hacer acto de presencia en Misrata en forma de helicópteros Apache que bombardearán a los malos sin piedad. De hecho, este último puesto en Tawarga es la línea donde la OTAN no garantiza protección, y los combatientes de Misrata no parece que vayan a cruzarla. Como si estuviésemos en Mad Max, los últimos soldados rebeldes se cubren con los inmensos esqueletos metálicos de dos torres de prospección petrolífera. Uno de ellos, a cincuenta metros sobre el suelo, otea el horizonte con unos prismáticos. Parece ser que capturaron a cinco soldados hace unos días, y liberaron a los dos más mayores con el mensaje de que la población debe evacuar Tawarga porque los rebeldes pretenden atacar, y en este momento esperan respuesta. Pero me voy acostumbrando: todo el mundo rumorea sobre todo tipo de cosas, pero las decisiones (incluso los ataques del día a día) se toman en otra parte.

El caso es que no está pasando nada y vuelvo a Misrata, y voy directamente al hospital Hikma, al que se puede llamar “el otro frente” porque aquí es donde llegan los soldados heridos. Sobre el aparcamiento y en una tienda de campaña, se ha montado una unidad de urgencias perfectamente equipada, y con personal suficiente, para atender a los heridos de guerra. Hoy (como suele ser habitual desde que llegué a Misrata) hay enfrentamientos en Ad Dafiniyah, y no tardan en oírse llegar las ambulancias.

Las siguientes dos horas han sido, más aún que los momentos de combate, las más difíciles desde que llegué a esta ciudad. Entran hombres con heridas abiertas, el torso puntuado de impactos de metralla. Gritan hasta que la anestesia hace efecto, dejan el suelo encharcado de sangre cuando son desplazados a los quirófanos para operar. Una arteria destrozada, un miembro que habrá que amputar. Un brazo completamente abierto, músculos desgarrados, dedos inmóviles.

Yo intento no molestar a los sanitarios y fotografío desde una cierta distancia, y hay toda una serie de escenas que, aunque evidentemente dramáticas, prefiero no tomar: camaradas que lloran, familiares incrédulos sobre el cadáver de un hijo o un sobrino. Nadie me impide nada, al contrario, circulo por el improvisado pabellón de urgencias sin limitaciones. Más que en el frente, aquí se prueban los límites éticos de mi profesión, donde lo espectacular tan a menudo prima sobre todo lo demás. Creo en la necesidad de informar y creo que, con respeto, se puede y se debe mostrar cualquier situación por dura que ésta sea. Pero de ahí a la violencia gratuita y al sentimentalismo extremo, hay un paso que hay que tener mucho cuidado (porque no es nada fácil entender los límites) para no dar.

Han debido amainar los combates en el frente porque no llegan más heridos. El personal del hospital (ayudado por unos cuantos médicos voluntarios, en su mayor parte libios que viven en el extranjero) se mueve en todo momento con una enorme precisión, en una coreografía de una efectividad impresionante.

Yusuf, un enfermero que no tendrá más de 25 años, me habla mirando al suelo: “Es terrible, hoy ha habido 35 heridos y dos muertos, y ni siquiera ha sido de los peores días. Dejan de llegar heridos y te paras a descansar, y al rato entran cinco, diez, quince más. Nunca se acaba, llevo dos meses durmiendo en el hospital y no te puedes imaginar lo que yo he visto, antes trabajábamos en otro hospital que fue bombardeado, y es que Gadafi bombardea hospitales, escuelas, mezquitas…

La verdad es que no, que hay cosas que uno no puede imaginar, que sólo pueden ser vividas.






sábado, 4 de junio de 2011

Día once: … y de nuevo la calma



Voy llegando a la conclusión de que la principal razón de que haya enfrentamientos es el aburrimiento. La OTAN no apoya que los rebeldes salgan de Misrata. La siguiente ciudad, Zlitan, pertenece a una tribu diferente a la predominante en Misrata, y entre eso y que se sospecha (pero se sospechan tantas cosas…) que son medio leales a Gadafi, los de Misrata no van a cruzar sus límites para ayudarles. Les han dado armas y dinero, dice todo el mundo, así que ahora tienen que buscarse la vida.

Además, las posiciones ganadas (como ayer mismo) se vuelven a ceder al enemigo inmediatamente: el tanque de ayer fue quemado, nada más.

Yo soy pintor, y cuando esto se acabe pintaré la ciudad entera yo solo si hace falta. Pero ahora no tengo ni la menor intención de ir al frente”. Y como él (que me lleva en coche hasta las afueras de la ciudad, dirección Ad Dafiniyah) tantos y tantos otros, porque según mis cálculos no hay más de mil soldados en los frentes que rodean la ciudad, y eso es muy poco para los cuatrocientos mil habitantes de Misrata.

En Misrata todo el mundo está contra Gadafi de una manera vocal, abierta, proactiva. Las alfombras con la cara del dictador están en las calles y la gente no deja de pisar su cara cuando pasa sobre ellas. Las ponen allí donde los coches también puedan pisarlas, quizá junto a un grafiti con la cara del guía de la revolución convertida en un demonio o una caricatura. Y sin embargo, me pregunto cuánta gente, en su fuero interno, volvería a cuatro meses atrás y se ahorraría así las muertes, las violaciones, la profunda desolación de una guerra.

Hoy me he levantado tarde y he partido para Ad Dafiniyah. Como si lo hubiese presentido, el frente estaba en calma más allá de los ruidos ocasionales de un mortero cayendo lejos, así que he vuelto a la ciudad, he hecho alguna foto en la calle (por vez primera, en una plaza de la ciudad, y rodeados de tanques capturados, se han organizado actividades para niños) a hacer esa parte de menos glamour del fotógrafo de guerra: lavar ropa. Yo no sé cómo será en otras guerras pero en ésta, uno coge su pastilla de jabón y se pasa el rato en el lavabo para conseguir que calcetines, pantalones y camisetas recobren el mínimo de limpieza necesario para el día siguiente.

Y pienso. Y me pregunto cómo será si realmente pasa lo que todo el mundo (periodistas, soldados, población civil… Todos) espera: la caída de Gadafi, el desmoronamiento súbito de los frentes, la carrera hacia Trípoli.



viernes, 3 de junio de 2011

Día diez: Ad Dafiniyah… Y más allá…

La primera vez que maté a un hombre no pude dormir en dos noches. Yo antes había lanzado granadas sobre edificios, o sobre posiciones donde sabía que había soldados de Gadafi. Pero aquella fue la primera vez que pude ver, con mis propios ojos y de manera totalmente cierta, que eran mis disparos los que había matado a alguien.

De nuevo en el frente. Llego muy temprano y casi todos los soldados aún duermen. Pasa el camión del pan, de entre las mantas van surgiendo cabezas y después cuerpos medio dormidos, y hay té y café. Los del otro lado también deben estar durmiendo, porque no se oye un solo disparo.

La línea del frente se adentra en la tierra desde el mar, y está formada por cuatro puestos principales hasta desdibujarse hacia el sur, donde acaba Ad Dafiniyah y empieza la zona de Sekt. Entre los puestos hay grupos de soldados en una cierta continuidad. Hacia el oeste (el sentido contrario a la ciudad) hay una segunda línea paralela, más avanzada y al alcance de los morteros de las tropas de Gadafi.

Subo hasta el último puesto, donde ya estuve tres días atrás. Parte de los soldados ha cambiado, y en cabeza del puesto está Mohammed, un chaval de 22 años con evidente cara de buena persona. Ghidao, más jefe que él y que está en la casa cercana, me encomienda a Mohammed y le dice que me mantenga seguro, y ya desde el primer momento tengo la impresión de que eso no me va a interesar mucho.

Los soldados han matado un caballo que se acercaba por la carretera. Está avergonzados y horrorizados, pero era de noche y pensaron que sería una estratagema, que detrás del equino habría soldados escondidos, y nadie se cuestiona la lógica militar (o el sentido común) de tal afirmación. Ahora el pobre animal yace en el suelo, cerca como para que sea evidente su desgracia y demasiado lejos como para exponerse a acercarse y enterrarlo, que es lo que quieren hacer.

Mientras tanto hacen bromas y se quejan de la inactividad, todo el mundo dice que Gadafi es un asno, que no le matarán sino que le cortarán poco a poco y todo tipo de ocurrencias por el estilo.

Ahora no nos damos cuenta, pero todo lo que está pasando es horrible. ¿Qué hago aquí empuñando un arma, si yo querría estar en Trípoli con mi prometida, y casarme?

Mohammed, el jefe del grupo, en seguida se confiesa conmigo. Y me dice ese tipo de cosas que sólo se comparten con los mejores amigos o con un completo desconocido. Hemos estado toda la mañana esperando que pasase algo, pero el frente está tranquilo. A mediodía volvemos a Misrata en un coche que alguien le presta, y pasamos por la carretera de la costa. Hay restaurantes en ruinas, incluso alguna familia se baña como si esto fuese Ibiza. Allí su familia tiene una casa, y de vez en cuando va con un grupo de amigos. Llaman a una chica, le pagan entre todos y desfogan su frustración sexual.

Por la tarde se lo digo: le agradezco que constantemente intente que nos vayamos de donde está el jaleo, pero es que mi trabajo consiste precisamente en eso, en acercarme. Y dicho y hecho, allá que vamos, al puesto dos, en el que ya hace rato que se están oyendo fuego de mortero y ametralladora. No quiero que me siga, él es soldado pero no tiene por qué arriesgarse para estar conmigo.

Me sumo a un grupo de soldados que avanza sobre una casa, más allá de la línea donde están los últimos vehículos y la ambulancia. Hay escombros en el suelo de las habitaciones y las ventanas están todas destrozadas. Tan sólo vemos un burro que se mira tristemente en un espejo y que los soldados inmediatamente dicen que es Gadafi, la broma de siempre. Volvemos fuera y llegamos a donde está el último grupo de hombres. Caminamos a lo largo de una carretera estrecha que se adentra hacia el oeste, hacia las posiciones enemigas, pegados a un muro hasta llegar al último recodo. Los soldados rebeldes disparan sus ametralladoras constantemente, y lanzan granadas desde sus cohetes echados al hombro, los RPGs. Por encima de nosotros, se oyen los silbidos de los cohetes Grad y de los morteros que oímos caer detrás, donde están las ametralladoras rebeldes que nos cubren. En un juego que se repite una y otra vez, los rebeldes avanzan con las pick-ups y sus ametralladoras de 14.5mm ó 23mm montadas en la parte de atrás de las pick-ups unos veinte metros y descargan sobre las posiciones enemigas. Siempre buscando estar a cubierto, subo en uno de los pick-ups y al grito de “Alla-hu Akbar”, vamos adelante. Fotografío de manera casi mecánica, encuadrando rápidamente para que no se me escapen los momentos de acción, enganchado de manera precaria junto a Ahmed que, montado en su ametralladora, vacía los cargadores de su ametralladora de 14.5 milímetros y vuelve a por más. Un mortero cae cerca, una bala de ametralladora rebota en el suelo e impacta en uno de nuestros coches. Dos soldados tienen heridas en las piernas, hay un estruendo constante de armas de fuego y de gritos, el tableteo de las ametralladoras se funde con los silbidos de los cohetes Grad sobre nuestras cabezas y los constantes "Alla-hu Akbar" de los soldados.

Seguimos ganando terreno, se siguen turnando en disparar sobre el enemigo, y esta manera de empujar tiene su recompensa: en un momento determinado, alguien grita y los disparos van cesando: los soldados de Gadafi han huido, abandonando la posición donde han quedado un tanque una cantidad enorme de munición. Han dejado atrás, sin embargo, algo más: en el suelo hay un chaval herido, reconozco el bulto y me acerco corriendo, y voy haciendo fotos según me acerco hasta estar junto a él. Ha pretendido hacerse el muerto pero no le va a funcionar, los otros le gritan y le mueven. En ese momento se incorpora y me mira, o mira a la cámara que le dispara compulsivamente, casi sin encuadrar. Es un niño, no puede tener más de 17 años, le duele la herida que tiene en el costado y además está absolutamente aterrorizado. Es uno de los mercenarios de Gadafi, reclutado en la ciudad sureña de Sabah, de piel mucho más oscura que los hombres que le rodean. Cuando me mira, no puedo seguir haciendo fotos y bajo la cámara, pero ya se ha encogido sobre sí mismo y no le vuelvo a ver la cara. Le suben a un coche, se lo llevan para interrogarle. De repente, las fotos que tengo (que sé que son buenas) no valen nada frente a la desolación que siento.

Y lo demás es un fluir mecánico del tiempo: gritan victoria, recogen su botín de munición, disparan un poco más al vacío o a la lejanía de las nuevas posiciones enemigas y volvemos lentamente (todos cansados y sudorosos, ellos exaltados por la batalla) a las posiciones del inicio.

El día, al volver, está formado por impresiones puntuales, como recortes de tiempo que quedan vívidos en mi memoria. Contrapuntos de emociones. En el hospital Hikma me dicen que han muerto nueve hombres en el frente hoy (en su mayor parte por fuego de mortero y cohetes Grad), y por esas conexiones que la memoria hace involuntariamente, yo recuerdo (y miro en mis fotos) las etiquetas metálicas de dos de los cañones antitanque que he visto hoy: uno de ellos fabricado en Sevilla, el otro en Oviedo.

P.D.: las fotos van hoy en color porque así se publicaron. Lo siento, espero que no se vuelva a repetir.





jueves, 2 de junio de 2011

Día nueve: Tawarga… O casi

No está siendo fácil conseguir un chófer que también me traduzca, que tenga contactos y sepa moverse: lo que viene a ser un fixer. Sobre todo, el fixer es la persona en la que tienes que poder confiar, porque él te dirá dónde hay que dar media vuelta, la línea donde ha dejado de ser seguro seguir andando o seguir preguntando. Pero con el paso de los días, me doy cuenta de que me muevo más rápido sin nadie a mi lado. En todas partes me acogen y siempre hay alguien que habla inglés, sin excepciones todo el mundo ha sido cortés y voluntarioso, están realmente convencidos (incluso diría que más que yo mismo) de lo importante que es que el mundo sepa qué pasa en su ciudad. Y en última instancia, un extranjero es ante todo un huésped.

La carretera de Tawarga, donde está situado el frente sudeste, es la gran ruta principal del país, la autopista Trípoli – Bengasi paralela a la costa. A un lado el mar y al otro el desierto, y de vez en cuando olivos, eucaliptus, palmeras y edificios sin terminar. Con el añadido reciente de los vehículos calcinados, de los escombros a la entrada de las gasolineras abandonadas, de los checkpoints con dos bidones de gasoil, una cuerda y tres o cuatro jóvenes arrastrando sus kalashnikov.

No pasamos de Kararim, poco antes de Tawarga: las fuerzas de Gadafi han comenzado a disparar cohetes Grad y esto ya son palabras mayores porque son capaces de alcanzar varios kilómetros a este lado del frente, así que vemos acercarse los coches rebeldes, batiéndose en retirada, abandonando el frente. También ambulancias y dos soldados enemigos capturados y aterrados en la parte de atrás de un pick-up. Los rebeldes han perdido tres hombres y se llevan también siete heridos, y el sonido de las sirenas camino del hospital hace un poco más tangible las historias que muchos cuentan: mi amigo murió, un primo mío, un vecino. Por detrás de los gritos al aire, de los disparos, de las risas y la camaradería compartida, hay sirenas de ambulancia.

Y en medio, la escena incongruente: un enorme camión de ganado se acerca por la carretera, lleno de vacas. Treinta, quizá cuarenta vacas son transportadas hacia la ciudad provenientes de… El frente, porque más allá no hay absolutamente nada más que la planicie vacía, con Tawarga en algún punto al fondo de esta desolación desértica. Nos dicen los milicianos que es una estrategia de Gadafi para transportar armas, ocultas de manera que la OTAN no las localice. Yo miro el camión y a mí me parece que debe quedar muy poco espacio entre tanta vaca: un rumor más, imposible de confirmar, en medio de esta guerra. Pero entonces, ¿qué hace aquí tanta vaca?

Misrata, por su parte, no deja de ser una fiesta: al atardecer, grupos de milicianos gritan, cantan canciones en la calle, agitan banderas. En el ambiente hay mucho optimismo, la ciudad parece haber despertado de una pesadilla de 42 años y ahora todos los males se achacan a Gadafi: un hombre dice que ahora va a fumar mucho más porque Gadafi decía que fumar era malo. Es la reacción inevitable, una manera directa de disfrutar de la libertad, del desahogo, de esa novedad que consiste en hacer lo que te place.

Apunto en mi cabeza, de todos modos, que a lo mejor para la mitad de la población la vida de todos los días no ha cambiado tanto. Lo apunto y lo dejo apuntado, porque no creo que sea nada fácil hablar con las mujeres.